Saturday, September 4, 2021

LA FE REQUIERE EL AMOR - s.s. Benedicto XVI

 

LA ÚLTIMA CENA. LA FE REQUIERE EL AMOR
De la homilía de S. S. Benedicto XVI
en la misa "en la cena del Señor" (21-IV-2011)

Queridos hermanos y hermanas:

«Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer» (Lc 22,15). Con estas palabras, Jesús comenzó la celebración de su Última Cena y de la institución de la santa Eucaristía. Jesús tuvo grandes deseos de ir al encuentro de aquella hora. Anhelaba en su interior ese momento en el que se iba a dar a los suyos bajo las especies del pan y del vino. Esperaba aquel momento que tendría que ser en cierto modo el de las verdaderas bodas mesiánicas: la transformación de los dones de esta tierra y el llegar a ser uno con los suyos, para transformarlos y comenzar así la transformación del mundo.

En el deseo de Jesús podemos reconocer el deseo de Dios mismo, su amor por los hombres, por su creación, un amor que espera. El amor que aguarda el momento de la unión, el amor que quiere atraer hacia sí a todos los hombres, cumpliendo también así lo que la misma creación espera; en efecto, ella aguarda la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rom 8,19). Jesús nos desea, nos espera. Y nosotros, ¿tenemos verdaderamente deseo de él? ¿Sentimos en nuestro interior el impulso de ir a su encuentro? ¿Anhelamos su cercanía, ese ser uno con él, que se nos regala en la Eucaristía? ¿O somos, más bien, indiferentes, distraídos, ocupados totalmente en otras cosas?

Por las parábolas de Jesús sobre los banquetes, sabemos que él conoce la realidad de que hay puestos que quedan vacíos, la respuesta negativa, el desinterés por él y su cercanía. Los puestos vacíos en el banquete nupcial del Señor, con o sin excusas, son para nosotros, ya desde hace tiempo, no una parábola sino una realidad actual, precisamente en aquellos países en los que Él había mostrado su particular cercanía. Jesús también tenía experiencia de aquellos invitados que vendrían, sí, pero sin ir vestidos con el traje de boda, sin alegría por su cercanía, como cumpliendo sólo una costumbre y con una orientación de sus vidas completamente diferente. San Gregorio Magno, en una de sus homilías se preguntaba: ¿Qué tipo de personas son aquellas que vienen sin el traje nupcial? ¿En qué consiste este traje y cómo se consigue? Su respuesta dice así: Los que han sido llamados y vienen, en cierto modo tienen fe. Es la fe la que les abre la puerta. Pero les falta el traje nupcial del amor. Quien vive la fe sin amor no está preparado para la boda y es arrojado fuera. La comunión eucarística exige la fe, pero la fe requiere el amor, de lo contrario también como fe está muerta.

Sabemos por los cuatro Evangelios que la Última Cena de Jesús, antes de la Pasión, fue también un lugar de anuncio. Jesús propuso una vez más con insistencia los elementos fundamentales de su mensaje. Palabra y Sacramento, mensaje y don están indisolublemente unidos. Pero durante la Última Cena, Jesús sobre todo oró. Mateo, Marcos y Lucas utilizan dos palabras para describir la oración de Jesús en el momento central de la Cena: «agradecer» y «bendecir». El movimiento ascendente del agradecimiento y el descendente de la bendición van juntos. Las palabras de la transustanciación son parte de esta oración de Jesús. Son palabras de plegaria. Jesús transforma su Pasión en oración, en ofrenda al Padre por los hombres. Esta transformación de su sufrimiento en amor posee una fuerza transformadora para los dones, en los que él ahora se da a sí mismo. Él nos los da para que nosotros y el mundo seamos transformados. El objetivo propio y último de la transformación eucarística es nuestra propia transformación en la comunión con Cristo. La Eucaristía apunta al hombre nuevo, al mundo nuevo, tal como éste puede nacer sólo a partir de Dios mediante la obra del Siervo de Dios.

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EL ALMA DEVOTA ES REINA,
ESPOSA E HIJA DEL REY ETERNO

Del "Solilóquium", de san Buenaventura (Cap. IV, núms. 2-3)

Siempre que contemplo el gozo que me espera, desfallezco de admiración, porque «este gozo lo encuentro dentro, fuera, debajo, arriba, rodeándome por todas partes». Gozarás de todo, gozarás en todo. Tu gozo, según creo, fue anunciado, por el Apocalipsis en aquella bendita mujer, rodeada del sol, con la luna a sus pies y coronada de doce estrellas. Esta mujer, pienso, es el alma devota, hija del Rey eterno y esposa y reina: hija en la creación, esposa en la adopción de la gracia, reina en la perfección de la gloria. Se la nombra rodeada del sol por hallarse adornada del esplendor de la caridad divina, y está coronada por la magnificencia de la eterna felicidad; a esta felicidad le pertenecen los doce placeres figurados en las doce estrellas del Apocalipsis, que embellecen y complementan su dicha imperecedera.

Alma devota, busca incansable este placer divino, despreciando toda consolación humana, y aprende a soportar con paz toda contradicción de este mundo, en la esperanza del disfrute seguro de aquella dicha celestial.

Escribe Bernardo: «Corre veloz, alma, con la premura del ardiente deseo del espíritu y el afecto del corazón, ya que al encuentro te sale el Señor de los bienaventurados y tu Maestro, y no sólo el coro de los ángeles ni el de los bienaventurados del cielo. Te espera el Dios Padre como a su hija queridísima, el Dios Hijo como a su predilecta esposa, el Dios Espíritu Santo como a su compañera entrañable. Te espera impaciente el Padre Dios, para constituirte heredera universal de sus bienes; el Hijo de Dios, para ofrecerte al Padre como conquista de su encarnación y recompensa de su sangre preciosísima; el Dios Espíritu Santo, para que participes de su misma dulzura y bondad permanentes. Toda la familia celestial del eterno Rey de los santos y de los espíritus bienaventurados te espera para nombrarte conciudadano suyo».

Alma devota, créeme: si eres capaz de saturarte desde ahora de tanto gozo divino como te espera, juzgarás las dichas humanas como el suburbio de la ciudad celeste, y te remontarás con veloz vuelo en el deseo de aquel disfrute permanente y seguro de las dulzuras de la eterna bienaventuranza del cielo.

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EL ESPÍRITU DEL SEÑOR
Y SU SANTA OPERACIÓN

por Lázaro Iriarte, OFMCap

Libertad de espíritu

Francisco se sintió extrañamente libre el día que se despojó de todo ante el obispo de Asís. A esta experiencia de liberación vino a unirse la otra de la holgura que comunica al ánimo el escuchar en lo más hondo del ser el testimonio del Espíritu que nos cerciora de que somos hijos de Dios; espíritu que no es de servidumbre, sino de adopción filial, y nos hace movernos confiadamente en el seno de la familia divina.

Esta auténtica libertad de los hijos de Dios, para la que Cristo nos ha liberado de la letra muerta de la ley y de la servidumbre de todo lo que en nosotros es muerte y pecado, procede asimismo de la apertura a la verdad; el reino de la verdad es mansión de libertad.

La libertad de espíritu se manifiesta en san Francisco en su manera de ir a Dios, espontánea, personal, confiada; en el campo abierto que deja a la libre acción de la gracia; y en el modo de guiar a los demás. Tiene fe en «la unción del Espíritu Santo, que enseña y enseñará a los hermanos todo lo conveniente» (LP 97). Y se fía de la disponibilidad de los hermanos para recibir esa unción.

Por respeto a la operación del Espíritu, se resiste a ligar la libertad de acción del grupo con prescripciones meticulosas. En las dos Reglas sale al paso con frecuencia la cláusula referida, en general, a los responsables de la fraternidad, «como el Señor les dé la gracia», «como mejor a ellos les pareciere, según Dios». Quiere así garantizar, contando con la sinceridad de cada uno, la incesante adaptación de la fraternidad «a los lugares, y tiempos y frías regiones, a medida que la necesidad lo exija».

La organización interna de la fraternidad y la actividad de ésta hubiera querido el fundador verlas animadas del mismo sentimiento de la primacía del espíritu, sin excesivos montajes jurídicos, sin planificaciones que vinieran a instrumentalizar la persona en beneficio de la institución. Prefería correr la aventura, juntamente con el grupo de sus seguidores, aun de cara a lo imprevisto, antes que perder libertad en los caminos conocidos, donde el vuelo del amor puede quedar impedido. Ante las formas de penitencia y las austeridades su actitud era de un humanismo lleno de cordura y concretez. Penitente como el que más, evitó en cuanto le fue posible institucionalizar las prácticas de penitencia, aun teniendo que sostener dura lucha con un sector de la fraternidad.

También la joven Clara se sintió liberada y aligerada tras la fuga nocturna, cuando prometió la vida evangélica a los pies de Francisco. Tanto en el Testamento como en la Regla afirma con insistencia la total espontaneidad de la opción hecha. Y a las hermanas les recuerda la espontánea voluntad con la cual se han entregado al Señor por medio de la obediencia.

Al igual que Francisco, Clara cree firmemente en la acción del Espíritu en sí misma y en cada una de las hermanas; por eso todas han de desear, más que otra cosa alguna, «poseer el espíritu del Señor y su santa operación» (RCl 10,9). Precisamente con el fin de hallar y proteger esa libertad se ha encerrado con las hermanas en rigurosa clausura, como se expresa el cardenal Rinaldo en el decreto de aprobación de la Regla: «Habéis elegido llevar vida encerrada en cuanto al cuerpo y servir al Señor en suma pobreza, para poder dedicaros a él con el espíritu libre».

Esta libertad de espíritu, opuesta al servilismo de las formas, aparece en muchos lugares de la Regla de santa Clara, como asimismo un sentido genuinamente evangélico de moderación y de discreción.

Pero semejante clima de confianza en la rectitud de los componentes de la fraternidad carecería de sentido sin el presupuesto de contar con hermanos y hermanas «espirituales», es decir, que se dejan guiar por el Espíritu y no por el propio egoísmo, pobres y desapropiados internamente. Sólo así podemos comprender esa especie de salvoconducto dado al hermano León: «Cualquiera que sea el modo que mejor te parezca de agradar al Señor Dios y seguir sus huellas y pobreza, hazlo con la bendición del Señor Dios y con mi obediencia».

El 15 de agosto de 1982, escribió Juan Pablo II a los cuatro ministros generales de la familia franciscana: «Francisco no emplea casi nunca la palabra libertad, pero su vida entera fue, en realidad, una extraordinaria expresión de la libertad evangélica. Todas sus actitudes e iniciativas testimonian la libertad interior y la espontaneidad de un hombre que ha hecho de la caridad su ley suprema y que se ha centrado perfectamente en Dios... La libertad de Francisco no se opone a la obediencia a la Iglesia y aun a "toda humana criatura"; al contrario, brota precisamente de ella. En él brilla con luz singular el ideal originario del hombre, de ser libre y soberano del universo en la obediencia a Dios... La libertad de Francisco es, además y sobre todo, fruto de su pobreza voluntaria...».

Es el amor el que -como enseña san Pablo- impedirá que la libertad cristiana degenere en autarquía desordenada. Una libertad animada por la caridad nos lleva a hacernos esclavos los unos de los otros, estableciendo una porfía de servicio recíproco (Gál 5,13-15).

[Cf. el texto completo en http://www.franciscanos.org/temas/iriarte07.htm]

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