SEGUNDA
LECTURA
De los Sermones de san Bernardo, abad
(Sermón 2: Opera omnia, edición cisterciense, 5 [1968], 364-368 )
APRESURÉMONOS HACIA LOS HERMANOS QUE NOS ESPERAN
¿De qué sirven a los santos nuestras alabanzas, nuestra glorificación, esta
misma solemnidad que celebramos? ¿De qué les sirven los honores terrenos, si
reciben del Padre celestial los honores que les había prometido verazmente el
Hijo? ¿De qué les sirven nuestros elogios? Los santos no necesitan de nuestros
honores, ni les añade nada nuestra devoción. Es que la veneración de su memoria
redunda en provecho nuestro, no suyo. Por lo que a mí respecta, confieso que,
al pensar en ellos, se enciende en mí un fuerte deseo.
El primer deseo que promueve o aumenta en nosotros el recuerdo de los santos es
el de gozar de su compañía, tan deseable, y de llegar a ser conciudadanos y
compañeros de los espíritus bienaventurados, de convivir con la asamblea de los
patriarcas, con el grupo de los profetas, con el senado de los apóstoles, con
el ejército incontable de los mártires, con la asociación de los confesores, con
el coro de las vírgenes, para resumir, el de asociarnos y alegrarnos juntos en
la comunión de todos los santos. Nos espera la Iglesia de los primogénitos, y
nosotros permanecemos indiferentes; desean los santos nuestra compañía, y
nosotros no hacemos caso; nos esperan los justos, y nosotros no prestamos
atención.
Despertémonos, por fin, hermanos; resucitemos con Cristo, busquemos las cosas
de arriba, pongamos nuestro corazón en las cosas del cielo. Deseemos a los que
nos desean, apresurémonos hacia los que nos esperan, entremos a su presencia
con el deseo de nuestra alma. Hemos de desear no sólo la compañía, sino también
la felicidad de que gozan los santos, ambicionando ansiosamente la gloria que
poseen aquellos cuya presencia deseamos. Y esta ambición no es mala, ni incluye
peligro alguno el anhelo de compartir su gloria.
El segundo deseo que enciende en nosotros la conmemoración de los santos es
que, como a ellos, también a nosotros se nos manifieste Cristo, que es nuestra
vida, y que nos manifestemos también nosotros con él, revestidos de gloria.
Entretanto, aquel que es nuestra cabeza se nos representa no tal como es, sino
tal como se hizo por nosotros, no coronado de gloria, sino rodeado de las
espinas de nuestros pecados. Teniendo a aquel que es nuestra cabeza coronado de
espinas, nosotros, miembros suyos, debemos avergonzarnos de nuestros
refinamientos y de buscar cualquier púrpura que sea de honor y no de irrisión.
Llegará un día en que vendrá Cristo, y entonces ya no se anunciará su muerte,
para recordarnos que también nosotros estamos muertos y nuestra vida está
oculta con el. Se manifestará la cabeza gloriosa y, junto con él, brillarán
glorificados sus miembros, cuando transfigurará nuestro pobre cuerpo en un
cuerpo glorioso semejante a la cabeza, que es él.
Deseemos, pues, esta gloria con un afán seguro y total. Mas, para que nos sea
permitido esperar esta gloria y aspirar a tan gran felicidad, debemos desear
también en gran manera la intercesión de los santos, para que ella nos obtenga
lo que supera nuestras fuerzas.
RESPONSORIO
Ap 19, 5. 6; Sal 32, 1
R.
Alabad al Señor, sus siervos todos, los que le teméis, pequeños y
grandes; * porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo.
V.
Aclamad, justos, al Señor, que merece la alabanza de los buenos.
R.
Porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo.
Himno:
SEÑOR, DIOS ETERNO
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