02/03/2018-19:43
2ª
predicación de Cuaresma del Padre Raniero Cantalamessa
Redaccion
P. Raniero Cantalamessa: “¡Que
vuestro amor no sea fingido!”
(ZENIT – 2 marzo 2018).- “El ágape,
o caridad cristiana, no es una de las virtudes, aunque fuera la
primera; es la forma de todas las virtudes, aquella de la que
`dependen toda la ley y los profetas´”, ha anunciado el Padre
Cantalamessa.
El padre capuchino, predicador de la
Casa Pontificia, ha ofrecido hoy, viernes, 2 de marzo de 2018, la
segunda predicación de Cuaresma al Papa Francisco y a los sacerdotes
de la Curia Romana.
El predicador ha centrado su meditación
en el amor: Para captar el «sentimiento» que Pablo tiene de la
caridad –ha explicado el padre capuchino– hay que partir de esa
palabra inicial: «¡Que vuestro amor no sea fingido!». No es una de
tantas exhortaciones, sino la matriz de la que derivan todas las
demás. Contiene el secreto de la caridad.
El Apóstol –ha continuado el P.
Cantalamessa– muestra cómo este «amor sincero» debe traducirse
en acto en las situaciones de vida de la comunidad.
Así, ha enumerado las dos situaciones
en las que el Apóstol se detiene: la primera, se refiere a las
relaciones ad extra de la comunidad, es decir, con los de fuera; la
segunda, las relaciones ad intra, entre los miembros de la misma
comunidad.
El Padre Cantalamessa ha concluido la
meditación con la exhortación final que el Apóstol dirigió a la
comunidad de entonces: «Acogeos mutuamente, como Cristo os acogió
para gloria de Dios».
RD
A continuación ofrecemos el texto de
la 2ª predicación de Cuaresma del Padre Raniero Cantalamessa:
****
«La caridad no tenga ficciones» El
amor cristiano
1. En las fuentes de la santidad
cristiana
Junto con la llamada universal a la
santidad, el Concilio Vaticano II ha dado también indicaciones
precisas sobre qué se entiende por santidad, en qué consiste. En la
Lumen gentium se lee:
«El divino Maestro y Modelo de toda
perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y cada uno de sus
discípulos, cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida,
de la que El es iniciador y consumador: “Sed, pues, vosotros
perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48).
Envió a todos el Espíritu Santo para que los mueva interiormente a
amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente
y con todas las fuerzas (cf. Mt 12,30) y a amarse mutuamente como
Cristo les amó (cf. Jn 13,34; 15,12). Los seguidores de Cristo,
llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del
designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han
sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de
Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo,
realmente santos. En consecuencia, es necesario que con la ayuda de
Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que
recibieron» (LG 40).
Todo esto se resume en la fórmula: «La
santidad es la perfecta unión con Cristo» (LG 50). Esta visión
refleja la preocupación general del Concilio de volver a las fuentes
bíblicas y patrísticas, superando, también en este campo, el
planteamiento escolástico dominante durante siglos. Ahora se trata
de tomar conciencia de esta visión renovada de la santidad y hacerla
pasar a la práctica de la Iglesia, es decir, a la predicación, a la
catequesis, a la formación espiritual de los candidatos al
sacerdocio y a la vida religiosa y —¿por qué no?— también a la
visión teológica en la que se inspira la praxis de la Congregación
de los Santos[1].
Una de las diferencias mayores entre la
visión bíblica de la santidad y la de la escolástica está en el
hecho de que las virtudes no se basan tanto en la «recta razón»
(la recta ratio aristotélica), cuanto en el kerigma; ser santo no
significa seguir la razón (¡a menudo implica al contrario!), sino
seguir a Cristo. La santidad cristiana es esencialmente cristológica:
consiste en la imitación de Cristo y, en su cumbre —como dice el
Concilio— en la «perfecta unión con Cristo».
La síntesis bíblica más completa y
más compacta de una santidad basada en el kerigma es la trazada por
san Pablo en la parte parenética de la Carta a los Romanos (cap.
1215). Al comienzo de ella, el Apóstol da una visión recopilatoria
del camino de santificación del creyente, de su contenido esencial y
de su objetivo:
«Os exhorto, pues, hermanos, por la
misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como
sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; este es vuestro culto
espiritual. Y no os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la
renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la
voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto»
(Rom 12,1-2).
Hemos meditado la vez pasada en estos
versículos. En las próximas meditaciones, partiendo de lo que sigue
en el texto paulino y completándolo con lo que el Apóstol dice en
otros lugares sobre el mismo tema, intentaremos poner de relieve los
rasgos más destacados de la santidad, lo que hoy se llaman las
«virtudes cristianas» y que el Nuevo Testamento define como los
«frutos del Espíritu», las «obras de la luz», o también «los
sentimientos que hubo en Cristo Jesús» (Flp 2,5).
A partir del capítulo 12 de la Carta a
los Romanos se enumeran todas las principales virtudes cristianas, o
frutos del Espíritu: el servicio, la caridad, la humildad, la
obediencia, la pureza. No como virtudes que hay que cultivar por sí
mismas, sino como necesarias consecuencias de la obra de Cristo y del
bautismo. La sección comienza con una conjunción que, por sí sola,
es un tratado: «Os exhorto, pues…». Ese «pues» significa que
todo lo que el Apóstol diga desde este momento en adelante no es más
que la consecuencia de lo que ha escrito en capítulos anteriores
sobre la fe en Cristo y sobre la obra del Espíritu. Reflexionaremos
sobre cuatro de estas virtudes: caridad, humildad, obediencia y
pureza.
2. Un amor sincero
El ágape, o caridad cristiana, no es
una de las virtudes, aunque fuera la primera; es la forma de todas
las virtudes, aquella de la que «dependen toda la ley y los
profetas» (Mt 22,34; Rom 13,10). Entre los frutos del Espíritu que
el Apóstol enumera en Gál 5,22, encontramos en primer lugar el
amor: «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz…». Y con él,
coherentemente, comienza también la parénesis sobre las virtudes en
la Carta a los Romanos. Todo el capítulo duodécimo es una sucesión
de exhortaciones a la caridad:
«Que vuestro amor no sea fingido […];
amaos cordialmente unos a otros,
cada cual estime a los otros más que a
sí mismo…» (Rm 12,9ss).
Para captar el alma que unifica todas
estas recomendaciones, la idea de fondo, o, mejor dicho, el
«sentimiento» que Pablo tiene de la caridad hay que partir de esa
palabra inicial: «¡Que vuestro amor no sea fingido!». No es una de
tantas exhortaciones, sino la matriz de la que derivan todas las
demás. Contiene el secreto de la caridad.
El término original usado por san
Pablo y que se traduce «sin fingimiento», es anhypòkritos, es
decir, sin hipocresía. Este vocablo es una especie de luz-espía;
es, efectivamente, un término raro que encontramos empleado, en el
Nuevo Testamento, casi exclusivamente para definir el amor cristiano.
La expresión «amor sincero» (anhypòkritos) vuelve de nuevo en 2
Cor 6, 6 y en 1 Pe 1, 22. Este último texto permite captar, con toda
certeza, el significado del término en cuestión, porque lo explica
con una perífrasis; el amor sincero —dice— consiste en amarse
intensamente «de corazón».
San Pablo, pues, con esa simple
afirmación: «¡Que vuestro amor no sea fingido!», lleva el
discurso a la raíz misma de la caridad, al corazón. Lo que se
requiere del amor es que sea verdadero, auténtico, no fingido.
También en esto el Apóstol es el eco fiel del pensamiento de Jesús;
en efecto, él había indicado, repetidamente y con fuerza, el
corazón, como el «lugar» donde se decide el valor de lo que el
hombre hace (Mt 15,19).
Podemos hablar de una intuición
paulina, respecto a la caridad; ésta consiste en revelar, detrás
del universo visible y exterior de la caridad, hecho de obras y de
palabras, otro universo interior, que es, respecto del primero, lo
que es el alma para el cuerpo. Encontramos esta intuición en el otro
gran texto sobre la caridad, que es 1 Cor 13. Lo que san Pablo dice
allí, mirándolo bien, se refiere todo a esta caridad interior, a
las disposiciones y a los sentimientos de caridad: la caridad es
paciente, es benigna, no es envidiosa, no se irrita, todo lo cubre,
todo lo cree, todo lo espera… Nada que se refiera, en sí y
directamente, al hacer el bien, o las obras de caridad, pero todo se
reconduce a la raíz del querer bien. La benevolencia viene antes de
la beneficencia.
Es el Apóstol mismo quien explicita la
diferencia entre las dos esferas de la caridad, diciendo que el mayor
acto de caridad exterior (el distribuir a los pobres todas las
propias riquezas) no valdría para nada, sin la caridad interior (cf.
1 Cor 13,3). Sería lo opuesto de la caridad «sincera». La caridad
hipócrita, en efecto, es precisamente la que hace el bien, sin
quererlo, que muestra al exterior algo que no se corresponde con el
corazón. En este caso, se tiene una apariencia de caridad, que
puede, en última instancia, ocultar egoísmo, búsqueda de sí,
instrumentalización del hermano, o incluso simple remordimiento de
conciencia.
Sería un error fatal contraponer entre
sí caridad del corazón y caridad de los hechos, o refugiarse en la
caridad interior, para encontrar en ella una especie de coartada a la
falta de caridad activa. Sabemos con cuanto vigor la palabra de Jesús
(Mt 25), de Santiago (2,16 s) y de san Juan (1 Jn 3,18) impulsan a la
caridad de los hechos. Sabemos de la importancia que san Pablo mismo
daba a las colectas en favor de los pobres de Jerusalén.
Por lo demás, decir que, sin la
caridad, «de nada me sirve» incluso el dar todo a los pobres, no
significa decir que esto no sirve a nadie y que es inútil;
significa, más bien, decir que no me sirve «a mí», mientras que
puede beneficiar al pobre que lo recibe. No se trata, pues, de
atenuar la importancia de las obras de caridad, sino de asegurarlas
un fundamento seguro contra el egoísmo y sus infinitas astucias. San
Pablo quiere que los cristianos estén «arraigados y fundados en la
caridad» (Ef 3,17), es decir, que la caridad sea la raíz y el
fundamento de todo.
Cuando amamos «desde el corazón», es
el amor mismo de Dios «derramado en nuestro corazón por el Espíritu
Santo» (Rom 5,5) el que pasa a través de nosotros. El actuar humano
es verdaderamente deificado. Llegar a ser «partícipes de la
naturaleza divina» (2 Pe 1,4) significa, en efecto, ser partícipes
de la acción divina, la acción divina de amar, ¡desde el momento
en que Dios es amor!
Nosotros amamos a los hombres no sólo
porque Dios les ama, o porque él quiere que nosotros les amemos,
sino porque, al darnos su Espíritu, él ha puesto en nuestros
corazones su mismo amor hacia ellos. Así se explica por qué el
Apóstol afirma inmediatamente después: «No tengáis ninguna deuda
con nadie, si no la de un amor recíproco, porque quien ama al
prójimo ha cumplido la ley» (Rom 13,8).
¿Por qué, nos preguntamos, una
«deuda»? Porque hemos recibido una medida infinita de amor a
distribuir a su tiempo entre los consiervos (cf. Lc 12,42; Mt 24,45
ss.). Si no lo hacemos defraudamos al hermano de algo que le es
debido. El hermano que se presenta a tu puerta quizás te pide algo
que no eres capaz de darle; pero si no puedes darle lo que te pide
ten cuidado de no despedirlo sin lo que le debes, es decir, el amor.
3. Caridad con los de fuera
Después de habernos explicado en qué
consiste la verdadera caridad cristiana, el Apóstol, a continuación
de su parénesis, muestra cómo este «amor sincero» debe traducirse
en acto en las situaciones de vida de la comunidad. Dos son las
situaciones en las que el Apóstol se detiene: la primera, se refiere
a las relaciones ad extra de la comunidad, es decir, con los de
fuera; la segunda, las relaciones ad intra, entre los miembros de la
misma comunidad. Escuchemos algunas recomendaciones que se refieren a
la primera relación, con el mundo externo:
«Bendecid a los que os persiguen;
bendecid, sí, no maldigáis […].Procurad lo bueno ante toda la
gente; En la medida de lo posible y en lo que dependa de vosotros,
manteneos en paz con todo el mundo. No os toméis la venganza por
vuestra cuenta, queridos; dejad más bien lugar a la justicia […].
Por el contrario, si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene
sed, dale de beber […]. No te dejes vencer por el mal, antes bien
vence al mal con el bien» (Rom 12,14- 21).
Nunca, como en este punto, la moral del
Evangelio parece original y diferente de cualquier otro modelo ético,
y nunca la parénesis apostólica parece más fiel y en continuidad
con la del Evangelio. Lo que hace todo esto particularmente actual
para nosotros es la situación y el contexto en el que esta
exhortación se dirige a los creyentes. La comunidad cristiana de
Roma es un cuerpo extraño en un organismo que —en la medida en que
se da cuenta de su presencia— lo rechaza. Es una isla minúscula en
el mar hostil de la sociedad pagana. En circunstancias como ésta
sabemos lo fuerte que es la tentación de encerrarse en sí mismos,
desarrollando el sentimiento elitista e irritable de una minoría de
salvados en un mundo de perdidos. Con este sentimiento vivía, en
aquel mismo momento histórico, la comunidad esenia de Qumrán.
La situación de la comunidad de Roma
descrita por Pablo representa, en miniatura, la situación actual de
toda la Iglesia. No hablo de las persecuciones y del martirio al que
están expuestos nuestros hermanos de fe en tantas partes del mundo;
hablo de la hostilidad, del rechazo y a menudo del profundo desprecio
con que no sólo los cristianos, sino todos los creyentes en Dios son
vistos en amplias capas de la sociedad, en general los más
influyentes y que determinan el sentir común. Ellos son
considerados, precisamente, cuerpos extraños en una sociedad
evolucionada y emancipada.
La exhortación de Pablo no nos permite
perdernos un solo instante en recriminaciones amargas y polémicas
estériles. No se excluye naturalmente el dar razón de la esperanza
que hay en nosotros «con dulzura y respeto», como recomendaba san
Pedro (1 Pe 3,1516). Se trata de entender cuál es la actitud del
corazón que hay que cultivar en relación a una humanidad que, en su
conjunto, rechaza a Cristo y vive en las tinieblas en lugar de la luz
(cf. Jn 3,19). Dicha actitud es la de una profunda compasión y
tristeza espiritual, la de amarlos y sufrir por ellos; hacerse cargo
de ellos delante de Dios, como Jesús se hizo cargo de todos nosotros
ante el Padre, y no dejar de llorar y rezar por el mundo.
Este es uno de los rasgos más bellos
de la santidad de algunos monjes ortodoxos. Pienso en san Silvano del
Monte Athos. Él decía:
«Hay hombres que auguran a sus
enemigos y a los enemigos de la Iglesia la ruina y los tormentos del
fuego de la condenación. Piensan de este modo, porque no fueron
instruidos por el Espíritu Santo en el amor de Dios. En cambio,
quien verdaderamente lo ha aprendido derrama lágrimas por el mundo
entero. Tú dices: “Es malvado y que se queme en el fuego del
infierno”. Pero yo te pregunto: “Si Dios te diera un buen lugar
en el Paraíso y vieras arrojado en las llamas a quien tú se lo
augurabas, quizás ni siquiera entonces te dolerías por él,
quienquiera que fuera, aunque fuera enemigo de la Iglesia» [2].
En la época de este santo monje, los
enemigos eran sobre todo los bolcheviques que perseguían a la
Iglesia de su amada patria, Rusia. Hoy el frente se ha ampliado y no
existe «telón de acero» al respecto. En la medida en que un
cristiano descubre la belleza infinita, el amor y la humildad de
Cristo, no puede prescindir de sentir una profunda compasión y
sufrimiento por quien voluntariamente se priva del bien más grande
de la vida. El amor se hace en él más fuerte que cualquier
resentimiento. En una situación similar, Pablo llega a decir que
está dispuesto a ser él mismo «anatema, separado de Cristo», si
esto podía servir para que le aceptaran por los de su pueblo que
permanecieron fuera (cf. Rom 9,3).
4. La caridad ad intra
El segundo gran campo de ejercicio de
la caridad se refiere, se decía, a las relaciones dentro de la
comunidad, en concreto, cómo gestionar los conflictos de opiniones
que surgen entre sus diversos componentes. A este tema el Apóstol
dedica todo el capítulo 14 de la Carta.
El conflicto entonces en curso en la
comunidad romana estaba entre los que el Apóstol llama «los
débiles» y los que llama «los fuertes», entre los cuales se pone
a sí mismo («Nosotros que somos los fuertes…») (Rom 15,1). Los
primeros eran aquellos que se sentían moralmente obligados a
observar algunas prescripciones heredadas de la ley o por anteriores
creencias paganas, como el no comer carne (en cuanto que existía la
sospecha de que hubiera sido sacrificado a los ídolos) y el
distinguir los días en prósperos y perniciosos. Los segundos, los
fuertes, eran los que, en nombre de la libertad cristiana, habían
superado esos tabúes y no distinguían un alimento de otro, o un día
de otro. La conclusión del discurso (cf. Rom 15,7-12) nos hace
comprender que en el trasfondo está el habitual problema de la
relación entre creyentes provenientes del judaísmo y creyentes
procedentes de los gentiles.
Las exigencias de la caridad que el
Apóstol inculca en este caso nos interesan en grado sumo, porque son
las mismas que se imponen en cualquier tipo de conflicto
intraeclesial, incluidos los que vivimos hoy, tanto a nivel de la
Iglesia universal como de la comunidad en que cada uno vive.
Los criterios que el Apóstol sugiere
son tres. El primero es seguir la propia conciencia. Si uno está
convencido en conciencia de cometer un pecado haciendo una cierta
cosa, no debe hacerla. «De hecho, todo lo que no viene de la
conciencia —escribe el Apóstol— es pecado» (Rom 14,23). El
segundo criterio es respetar la conciencia ajena y abstenerse de
juzgar al hermano:
«Pero tú, ¿por qué juzgas a tu
hermano? Y tú, ¿por qué desprecias a tu hermano? […] Dejemos,
pues, de juzgarnos unos a otros; cuidad más bien de no poner
tropiezo o escándalo al hermano» (Rom 14,10.13).
El tercer criterio afecta
principalmente a los «fuertes» y es evitar dar escándalo:
«Sé, y estoy convencido en el Señor
Jesús —continúa el Apóstol—, que nada es impuro por sí mismo;
lo es para aquel que considera que es impuro. Pero si un hermano
sufre por causa de un alimento, tú no actúas ya conforme al amor:
no destruyas con tu alimento a alguien por quien murió Cristo […]
procuremos lo que favorece la paz y lo que contribuye a la
edificación mutua» (Rom 14,14-19).
Sin embargo, todos estos criterios son
particulares y relativos, respecto a otro que, en cambio, es
universal y absoluto, el del señorío de Cristo. Escuchemos cómo lo
formula el Apóstol:
«El que se preocupa de observar un
día, se preocupa por causa del Señor; el que come, come por el
Señor, pues da gracias a Dios; y el que no come, no come por el
Señor y da gracias a Dios. Ninguno de nosotros vive para sí mismo y
ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si
morimos, morimos para el Señor; así que ya vivamos ya muramos,
somos del Señor. Pues para esto murió y resucitó Cristo: para ser
Señor de muertos y vivos» (Rom 14, 6-9).
Cada uno es invitado a examinarse a sí
mismo para ver qué hay en el fondo de su elección: si existe el
señorío de Cristo, su gloria, su interés, o en cambio no, más o
menos larvadamente, su afirmación, el propio «yo» y su poder; si
su elección es de naturaleza verdaderamente espiritual y evangélica,
o si depende en cambio de la propia inclinación psicológica, o,
peor aún, de la propia opción política. Esto vale en uno y otro
sentido, es decir, tanto para los llamados fuertes como para los
llamados débiles; hoy diríamos que tanto para quien está de parte
de la libertad y la novedad del Espíritu, como para quien está de
parte de la continuidad y la tradición.
Hay una cosa que se debe tener en
cuenta para no ver, en la actitud de Pablo sobre este tema, una
cierta incoherencia respecto a su enseñanza anterior. En la Carta a
los Gálatas él parece bastante menos disponible al compromiso y en
ocasiones incluso enfadado. (Si hubiera tenido que pasar por el
proceso de canonización hoy, Pablo difícilmente habría llegado a
ser santo: ¡habría sido difícil demostrar la «heroicidad» de su
paciencia! Él, a veces «estalla», pero podía decir: «Ya no soy
yo quien vive, es Cristo quien vive en mí» [Gal 2,20], y ésta, se
ha visto, es la esencia de la santidad cristiana).
En la Carta a los Gálatas Pablo
reprocha a Pedro lo que aquí parece recomendar a todos, es decir,
que se abstengan de mostrar la propia convicción para no dar
escándalo a los simples. Pedro en efecto, en Antioquía, estaba
convencido de que comer con los gentiles no contaminaba a un judío
(¡ya había estado en casa de Cornelio!), pero se abstiene de
hacerlo para no dar escándalo a los judíos presentes (cf. Gál
2,11-14). Pablo mismo, en otras circunstancias, actuará del mismo
modo (cf. Hch 16,3; 1 Cor 8,13).
La explicación no está, por supuesto,
sólo en el temperamento de Pablo. Sobre todo, el juicio en Antioquía
esta mucho más claramente vinculado a lo esencial de la fe y la
libertad del Evangelio de lo que parece que se tratara en Roma. En
segundo lugar —y es el principal motivo—Pablo habla a los gálatas
como fundador de la Iglesia, con la autoridad y la responsabilidad
del pastor; a los romanos les habla a título de maestro y hermano
en la fe: para contribuir, dice, a la común edificación (cf. Rom
1,11-12). Hay diferencia entre el papel del pastor al que se debe
obediencia y el del maestro al que sólo se le deben respeto y
escucha.
Esto nos hace comprender que a los
criterios de discernimiento mencionados se debe añadir otro, es
decir, el criterio de la autoridad y de la obediencia. De obediencia,
el Apóstol nos hablará, oportunamente, en una de las sucesivas
meditaciones con las conocidas palabras: «Que todos se sometan a las
autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de
Dios y las que hay han sido constituidas por Dios. De modo que quien
se opone a la autoridad resiste a la disposición de Dios; y los que
le resisten atraen la condena sobre sí» (Rom 13,1-2).
Entretanto escuchemos como dirigida a
la Iglesia de hoy la exhortación final que el Apóstol dirigió a la
comunidad de entonces: «Acogeos mutuamente, como Cristo os acogió
para gloria de Dios» (Rom 15,7).
[1] Cf. Le cause dei santi. Sussidio
per lo Studium, (Ed. Congregación de las Causas de los Santos)
(Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 32014) 13-81.
[2] Archimandrita Sofronio, Silvano del
Monte Athos. La vita, la dottrina, gli scritti (Turín 1978) 255s.
© Traducción del original italiano
Pablo Cervera Barranco
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