10/03/2018-13:15
Rosa Die Alcolea
Predicación de Cuaresma: «No os
hagáis una idea demasiado alta de vosotros mismos»
(ZENIT – 10 marzo 2018).- “La
evaluación correcta de uno mismo es esta: ¡reconocer nuestra
nada!”, dijo el padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa
Pontificia, en su tercera predicación de Cuaresma el 9 de marzo de
2018.
En la capilla Redemptoris Mater en el
Vaticano, donde atendían la predicación el Papa y sus colaboradores
en la Curia, el capuchino enfatizó que “la perla preciosa es
precisamente la convicción sincera y pacífica de que nosotros
mismos no somos nada, no podemos hacer nada. piensa, no podemos hacer
nada”.
“Dios ama a los humildes porque los
humildes están en la verdad”, aclaró el P. Cantalamessa; “Él
es un hombre verdadero y auténtico. Él castiga el orgullo, porque
el orgullo, antes de ser arrogante, es una mentira. De hecho, todo
eso en el hombre no es humildad, es mentira”.
AK
Ofrecemos la tercera predicación de
Cuaresma del Padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa
Pontificia, pronunciada ayer, 9 de marzo de 2018.
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«No os hagáis una idea demasiado alta
de vosotros mismos»
La humildad cristiana
La exhortación a la caridad que hemos
recogido de boca del Apóstol, en la meditación anterior, está
encerrada entre dos breves exhortaciones a la humildad que se
reclaman entre sí con evidencia, para formar una especie de marco
para el discurso sobre la caridad. Leídas las dos exhortaciones
seguidamente, omitiendo lo que hay en medio, suenan así:
«No os estiméis en más de lo que
conviene, sino estimaos moderadamente, según la medida de la fe que
Dios otorgó a cada cual. […] Tened la misma consideración y trato
unos con otros, sin pretensiones de grandeza, sino poniéndoos al
nivel de la gente humilde. No os tengáis por sabios» (Rom 12,
3.16).
No se trata de recomendaciones de poca
monta a la moderación y a la modestia; a través de estas pocas
palabras la parénesis apostólica nos abre por delante todo el vasto
horizonte de la humildad. Junto a la caridad, san Pablo concreta en
la humildad el segundo valor fundamental, la segunda dirección en
que se debe trabajar para renovar, en el Espíritu, la propia vida y
edificar la comunidad.
Nunca como en este campo las virtudes
cristianas nos aparecen como un hacer propios «los sentimientos que
hubo en Cristo Jesús». Él, recuerda en otro lugar el Apóstol, aun
siendo de naturaleza divina, «se humilló a sí mismo haciéndose
obediente hasta la muerte» (Flp 2, 5-8) y a sus discípulos les dijo
él mismo: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón»
(Mt 11,29). De la humildad se puede hablar desde distintos puntos de
vista, como veremos que hará el Apóstol, pero, en su significado
más profundo, la humildad es sólo la de Cristo. Humilde realmente
es quien se esfuerza por tener el corazón de Cristo.
1. La humildad como sobriedad
En la parénesis de la Carta a los
Romanos, san Pablo aplica a la vida de la comunidad cristiana la
enseñanza bíblica tradicional sobre la humildad que se expresa
constantemente a través de la metáfora espacial del «alzarse» y
el «abajarse», del tender a lo alto y tender a lo bajo. Se puede
«aspirar a cosas demasiado altas» o con la propia inteligencia, con
una indagación desmedida que no tiene en cuenta el propio límite
frente al misterio, o con la voluntad, ambicionando posiciones y
funciones de prestigio. El Apóstol tiene en el horizante estas dos
posibilidades y, en cualquier caso, sus palabras afectan a una y otra
cosa juntamente: tanto la presunción de la mente como la ambición
de la voluntad.
Sin embargo, al transmitir la enseñanza
bíblica tradicional sobre la humildad, san Pablo da una motivación
para esta virtud en parte nueva y original. En el Antiguo Testamento,
el motivo o la razón que justifica la humildad es que Dios «rechaza
a los soberbios y da su gracia a los humildes» (cf. Prov 3,34; Jb
22,29), que Él «mira hacia el humilde, pero al soberbio le retira
la mirada desde lejos» (Sal 137,6). Pero no se decía, —al menos
explícitamente— porqué Dios hace esto, es decir, porqué «eleva
a los humildes y abaja a los soberbios». A este hecho se pueden dar
diferentes explicaciones: por ejemplo, la envidia o «envidia de
Dios» (sphonos Theou), como pensaban algunos escritores griegos, o
simplemente la voluntad divina de castigar la arrogancia humana, la
hybris.
El concepto decisivo que san Pablo
introduce en el discurso en torno a la humildad es el concepto de
verdad. Dios ama al humilde porque el humilde está en la verdad; es
un hombre verdadero, auténtico. Él castiga la soberbia, porque la
soberbia, antes aún que arrogancia, es mentira. Todo lo que en el
hombre no es humildad es mentira.
Esto explica porqué los filósofos
griegos, que también conocieron y exaltaron casi todas las demás
virtudes, no conocieron la humildad. La palabra humildad (tapeinosis)
conservó siempre, para ellos, un significado prevalentemente
negativo de bajeza, estrechez de miras, mezquindad y pusilanimidad.
Los filósofos griegos ignoraban los dos polos que permiten asociar
entre sí humildad y verdad: la idea de creación y la idea bíblica
de pecado. La idea de creación fundamenta la certeza de que todo lo
que hay de bueno y hermoso en el hombre viene de Dios, sin excluir
nada; la idea bíblica de pecado funda la certeza de que todo lo que
hay de mal, en sentido moral, viene de su libertad, de él mismo. El
hombre en el hombre bíblico es empujado a la humildad tanto por el
bien como por el mal que descubre en sí.
Pero vayamos al pensamiento del
Apóstol. La palabra usada por él en nuestro texto para indicar la
humildad-verdad es la palabra sobriedad o sabiduría (sophrosyne).
Exhorta a los cristianos a no hacerse una idea errónea y exagerada
de sí mismos, sino a tener de sí, más bien, una valoración justa,
sobria, podríamos casi decir objetiva. Al retomar la exhortación,
en el versículo 16, el «hacerse una idea sobria de sí», encuentra
su equivalente en la expresión «tender a las cosas humildes». Con
ello viene a decir que el hombre es sabio cuando es humilde y que es
humilde cuando es sabio.
Al abajarse, el hombre se acerca a la
verdad. «Dios es luz», dice san Juan (1 Jn 1,5), es verdad, y no
puede encontrar al hombre si no en la verdad. Él da su gracia al
humilde porque sólo el humilde es capaz de reconocer la gracia; no
dice: «¡Mi brazo, o mi mente, ha hecho esto!» (cf Dt 8,17; Is
10,13). Santa Teresa de Jesús escribió: «Me preguntaba
un día por qué motivo el Señor ama
tanto la humildad y me vino a la mente de repente, sin ninguna
reflexión mía, que esto debe ser porque él es la suma verdad y la
humildad es la verdad»[1].
2. ¿Qué tienes que no hayas recibido?
El Apóstol no nos deja ahora en la
vaguedad o en la superficie, a propósito de esta verdad sobre
nosotros mismos. Algunas de sus frases lapidarias, contenidas en
otras Cartas pero pertenecientes a este mismo orden de ideas, tienen
el poder de escapar a toda «excusa» y hacernos ir realmente a fondo
en el descubrimiento de la verdad.
Una de tales frases dice: «¿Qué
tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te
glorías como si no lo hubieras recibido?» (1 Cor 4,7). Hay una sola
cosa que no he recibido, que es toda y sóla mía, y es el pecado.
Esto sé y siento que viene de mí, que encuentra su fuente en mí,
o, de todas maneras, en el hombre y en el mundo, no en Dios, mientras
que todo el resto —incluido el hecho de reconocer que el pecado
viene de mí— es de Dios. Otra frase dice: «Si alguien piensa que
es algo, mientras que es nada, ¡se engaña a sí mismo!» (Gál
6,3).
La «justa valoración» de sí mismo
es, pues, esta: ¡reconocer nuestra nada! ¡Este es ese terreno
sólido, al que tiende la humildad! La perla preciosa es precisamente
la sincera y pacífica persuasión de que, para nosotros mismos, no
somos nada, no podemos pensar en nada, no podemos hacer nada. «Sin
mí no podéis “hacer” nada», dice Jesús (Jn 15,5) y el Apóstol
añade: «No es que por nosotros mismos seamos capaces de pensar
algo…» (2 Cor 3,5). Nosotros podemos, ocasionalmente, usar una u
otra de estas palabras para truncar una tentación, un pensamiento,
una complacencia, como una verdadera «espada del Espíritu»: «¿Qué
tienes que no hayas recibido?». La eficacia de la palabra de Dios se
experimenta sobre todo en este caso: cuando se usa en uno mismo, más
que cuando se usa en los demás.
De este modo, nos encaminamos a
descubrir la verdadera naturaleza de nuestra nada, que no es un nada
pura y simple, una «inocente pequeñez». Vislumbramos el objetivo
último al que la palabra de Dios nos quiere conducir que es que
reconozcamos lo que realmente somos: ¡una nada soberbia! Yo soy ese
alguien que «cree que es algo», mientras que soy nada; yo soy el
que no tiene nada que no ha recibido, pero que siempre se jacta —o
está tentado de gloriarse— de algo, ¡como si no hubiese recibido!
Esta no es una situación de algunos,
sino una miseria de todos. Es la definición misma del hombre viejo:
una nada que cree ser algo, una nada soberbia. El Apóstol mismo nos
confiesa lo que descubría cuando él
también bajaba al fondo de su corazón: «Descubro en mí —decía—
otra ley…, descubro que el pecado habita en mí… ¡Son un
desgraciado! ¿Quién me librará?» (cf. Rom 7,14-25). Esa «otra
ley», el «pecado que habita en nosotros» es, para san Pablo, como
se sabe, ante todo la autoglorificación, el orgullo, el jactarse de
uno mismo.
Al término de nuestro camino de
descenso, no descubrimos, pues, en nosotros la humildad, sino la
soberbia. Pero precisamente este descubrimiento de que somos
radicalmente soberbios y que lo somos por culpa nuestra, no de Dios,
porque lo hemos llegado a ser haciendo mal uso de la nuestra
libertad, esto es precisamente la humildad, porque esto es la verdad.
Haber descubierto este objetivo, o incluso haberlo vislumbrado sólo
como desde lejos, a través de la palabra de Dios, es una gracia
grande. Da una paz nueva. Como quien, en tiempo de guerra, ha
descubierto que posee bajo su propia casa, sin siquiera tener que
salir fuera, un refugio seguro contra los bombardeos, absolutamente
inalcanzable.
Una gran maestra de espíritu —santa
Angela de Foligno—, a punto de morir, exclamó: «¡Oh, nada
desconocida, oh, nada desconocida! El alma no puede tener mejor
visión en este mundo que contemplar su propia nada y habitar en ella
como en la celda de una cárcel»[2]. La misma santa exhortaba a sus
hijos espirituales a hacer lo posible para volver a entrar enseguida
en esa celda, apenas hubieran salido fuera por cualquier motivo. Hay
que hacer como algunas crías muy acobardadas que no se alejan nunca
del agujero de su guarida hasta el punto de que no pueden volver allí
enseguida, al primer aviso de peligro.
Hay un gran secreto oculto en este
consejo, una verdad misteriosa que se experimenta probando. Se
descubre entonces que existe realmente esta celda y que se puede
entrar realmente en ella cada vez que se quiera. Consiste en el
silencioso y tranquilo sentimiento de ser una nada, y una nada
soberbia. Cuando se está dentro de la celda de esta cárcel, ya no
se ven los defectos del prójimo, o se ven bajo otra luz. Se entiende
que es posible, con la gracia y con el ejercicio, realizar lo que
dice el Apóstol y que parece, a primera vista, excesivo, es decir,
«considerar a todos los demás superiores a uno mismo» (cf. Flp
2,3), o al menos se comprende cómo puede haber sido posible a los
santos.
Encerrarse en esa cárcel es, pues,
algo muy distinto a encerrarse en uno mismo; por el contrario, es
abrirse a los otros, al ser, a la objetividad de las cosas. Al
contrario de lo que siempre han pensado los enemigos de la humildad
cristiana. Es cerrarse al
egoísmo, no en el egoísmo. Es la
victoria sobre uno de los males que la moderna psicología considera
letal para la persona humana: el narcisismo.
En esa celda, además, no penetra el
enemigo. Un día, Antonio el Grande tuvo una visión; vio, en un
instante, todos los infinitos lazos del enemigo desplegados por
tierra y dijo gimendo: «¿Quien podrá, pues, evitar todos estos
lazos?» y entendió que una voz le respondía: «¡La humildad!»[3].
El Evangelio nos presenta un modelo
insuperable de esta humildad-verdad, y es María. Dios —canta María
en el Magnificat— «ha mirado la humildad de su esclava» (Lc
1,48). Pero, ¿qué entiende aquí la Virgen por «humildad»? No la
virtud de la humildad, sino su condición humilde o, a lo sumo, su
pertenencia a la categoría de los humildes y los pobres delos que se
habla a continuación en el cántico. Lo confirma la referencia
explícita al cántico de Ana, la madre de Samuel, donde la misma
palabra usada por María (tapeinosis) significa claramente miseria,
esterilidad, condición humilde, no sentimiento de humildad.
Pero la cosa está clara en sí misma.
¿Cómo se puede pensar que María exalte su humildad, sin destruir,
con ello mismo, la humildad de María? ¿Cómo se puede pensar que
María atribuya a su humildad la elección de Dios, sin destruir, con
esto, la gratuidad de tal elección y hacer incomprensible toda la
vida de María a partir de su Inmaculada Concepción? Para subrayar
la importancia de la humildad, alguien escribió imprudentemente que
María «no se jacta de ninguna otra virtud más que de su humildad»,
como si, de este modo, se hiciera un gran honor, y no un gran error,
a dicha virtud. La virtud de la humildad tiene un estatuto muy
especial: la tiene quien cree que no la tiene, no la tiene quien cree
tenerla. Sólo Jesús puede declararse «humilde de corazón» y
serlo verdaderamente; esta es la característica única e irrepetible
de la humildad del hombre-Dios.
¿No tenía María, pues, la virtud de
la humildad? Cierto que la tenía y en grado sumo, pero eso lo sabía
sólo Dios, ella no. Precisamente esto, en efecto, constituye el
mérito inigualable de la verdadera humildad: que su perfume es
captado solamente por Dios, no por quien lo emana. El alma de María,
libre de toda concupiscencia verdadera y pecadora, ante la nueva
situación creada por su maternidad divina, se ha colocado, con toda
rapidez y naturalidad, en su sitio de verdad —su nada— y de allí
nada ni nadie la ha podido mover.
En esto la humildad de la Madre de Dios
parece un prodigio único de la gracia. Ella arrancó a Lutero este
elogio: «Aunque María hubiera acogido en sí esa gran obra de
Dios, tuvo y mantuvo tal sentimiento de
sí que no se elevó por encima del menor hombre de la tierra […].
Aquí se debe celebrar el espíritu de María maravillosamente puro,
porque mientras se le hace un honor tan grande, no se deja inducir en
la tentación, sino que, como si no viese, permanece en el camino
correcto»[4].
La sobriedad de María está por encima
de cualquier comparación incluso entre los santos. Ella aguantó la
tensión tremenda de este pensamiento: «¡Tú eres la madre del
Mesías, la Madre de Dios! ¡Tú eres lo que toda mujer de tu pueblo
hubiera deseado ser!». «¿A qué debo que la madre de mi Señor
venga a mí?», había exclamado Isabel, y ella responde: «¡Ha
mirado la pequeñez de su esclava!». Ella se abismó en su nada y
«elevó» sólo a Dios, diciendo: «Mi alma glorifica al Señor».
Al Señor, no a la esclava. María es verdaderamente la obra maestra
de la gracia divina.
3. Humildad y humillaciones
No nos debemos engañar de haber
alcanzado la humildad sólo porque la palabra de Dios y el ejemplo de
María nos hayan llevado a descubrir nuestra nada. Se ve hasta qué
punto hemos llegado en materia de humildad cuando la iniciativa pasa
de nosotros a los demás, es decir, cuando ya no somos nosotros los
que reconocemos nuestros defectos y errores, sino que son los demás
los que lo hacen; cuando no sólo somos capaces de decirnos la
verdad, sino también de dejárnosla decir, con gusto, por otros. En
otras palabras, se ve en los reproches, en las correcciones, en las
críticas y en las humillaciones. «A menudo sirve mucho para
conservarnos en la humildad —dice el autor de la Imitación de
Cristo— que los demás conozcan y recobren nuestros defectos» [5].
Pretender matar el propio orgullo
golpeándolo a solas, sin que nadie intervenga desde fuera, es como
usar el propio brazo para castigarse a sí mismo: uno no se hará
nunca realmente mal. Es como querer arrastrar a solas un tumor. Hay
personas (y yo estoy ciertamente entre estas) que son capaces de
decir de sí —e incluso sinceramente— todo el mal posible e
imaginable; personas que, durante una liturgia penitencial, hacen
autoacusaciones de una franqueza y de un coraje admirables, pero en
cuanto alguien alrededor de ellos alude a tomar en serio sus
confesiones, o se atreve a decir en ellas una pequeña parte de lo
que se ha dicho a solas, son chispas. Evidentemente, todavía queda
mucho camino por recorrer para llegar a la verdadera humildad y a la
verdad humilde.
Cuando trato de recibir gloria de un
hombre por algo que digo o hago, es casi seguro que ese mismo hombre
busca recibir en respuesta gloria de mí por lo que dice o hace. Y
así sucede que cada uno busca su
propia gloria y nadie la obtiene y si, por casualidad, la obtiene no
es más que «vanagloria», es decir gloria vacía, destinada a
disolverse en humo con la muerte. Pero el efecto es igualmente
terrible; Jesús atribuía a la búsqueda de la propia gloria incluso
la imposibilidad de creer. Decía a los fariseos: «¿Como podéis
creer cuando recibís gloria los unos de los otros y no buscáis la
gloria que viene sólo de Dios?» (Jn 5,44).
Cuando nos encontramos envueltos en
pensamientos y aspiraciones de gloria humana, echamos en la mezcla de
estos pensamientos, como una antorcha ardiente, la palabra que Jesús
mismo utilizó y que nos dejó: «¡Yo no busco mi gloria!» (Jn
8,50). Ella tiene el poder casi sacramental de realizar lo que
significa, de disipar dichos pensamientos.
La humildad es una lucha que dura toda
la vida y se extiende a cada aspecto de la vida. El orgullo es capaz
de alimentarse tanto del mal como del bien y sobrevivir, por lo
tanto, en cualquier situación y en cualquier «clima». Más aún, a
diferencia de lo que sucede con cualquier otro vicio, el bien, no el
mal, es el caldo de cultivo preferido de este terrible «virus».
«La vanidad tiene raíces tan
profundas en el corazón del hombre que un soldado, un siervo de
milicias, un cocinero, un mozo de carga, se jacta y pretende tener
sus admiradores y los mismos filósofos la quieren. Y aquellos que
escriben en contra de la vanagloria aspiran al orgullo de haber
escrito bien, y quienes los leen, al orgullo de haberlos leído; yo,
que escribo esto, tengo quizá el mismo deseo y quizá también
aquellos que me leen»[6].
La vanagloria es capaz de transformar
en acto de orgullo nuestro mismo tender a la humildad. Pero con la
gracia, podemos salir vencedores también de esta terrible batalla.
En efecto, si tu hombre viejo logra transformar en actos de orgullo
tus mismos actos de humildad, tú, con la gracia, transforma en actos
de humildad también tus actos de orgullo, al reconocerlos.
Reconociendo, humildemente, que eres una nada soberbia. Así, Dios es
glorificado también por nuestro propio orgullo.
En esta batalla Dios suele acudir en
auxilio de los suyos con un remedio muy eficaz y singular. Escribe
san Pablo: «Para que no me enorgulleciera por la grandeza de las
revelaciones un enviado de Satanás me clavó una espina en la carne
encargado de abofetearme: para que no caiga en soberbia» (2 Cor
12,7).
Para que el hombre «no se
enorgullezca», Dios lo fija al suelo con una especie de ancla; le
pone «pesos en los lomos» (cf. Sal 66,11). No sabemos qué era
exactamente esta
«espina en la carne» y este «enviado
de Satanás» para Pablo, ¡pero sabemos bien qué es para nosotros!
Todo el que quiere seguir al Señor y servir a la Iglesia la tiene.
Son situaciones humillantes por las que uno es llamado
constantemente, a veces de noche y de día, a la dura realidad de lo
que somos. Puede ser un defecto, una enfermedad, una debilidad, una
impotencia, que el Señor nos deja, a pesar de todas las súplicas.
Una tentación persistente y humillante, ¡quizás justo una
tentación de soberbia! Una persona con la que uno se ve obligado a
vivir y que, a pesar de la rectitud de ambas partes, tiene el poder
de poner al desnudo nuestra fragilidad, de destruir nuestra
presunción.
A veces se trata de algo más pesado
aún: son situaciones en las que el siervo de Dios está obligado a
asistir impotente al fracaso de todos sus esfuerzos y a cosas
demasiado más grandes que él, que le hacen palpar su impotencia
frente al poder del mal y de las tinieblas. Sobre todo aquí aprende
qué quiere decir «humillarse bajo la poderosa mano de Dios» (cf 1
Pe 5,6).
La humildad no es sólo importante para
el progreso personal en la vía de la santidad; es esencial también
para el buen funcionamiento de la vida de comunidad, para la
edificación de la Iglesia. Yo digo que la humildad es el aislante en
la vida de la Iglesia. El aislante es muy importante y vital para el
progreso en el campo de la electricidad. En efecto, cuanto más alta
y potente es la alta tensión y la corriente eléctrica que pasa a
través de un cable, más resistente debe ser el aislante que impida
que la corriente se descargue a tierra o provoque cortocircuitos. Al
progreso en el ámbito de la electricidad debe corresponder un
progreso análogo de la técnica del aislante. La humildad es, en la
vida espiritual, el gran aislante que permite a la corriente divina
de la gracia que pase a través de una persona sin disiparse o, peor
aún, provocar llamas de orgullo y de rivalidad.
Terminamos con las palabras de un salmo
que nos permite transformar en oración la exhortación que el
Apóstol nos ha dirigido con su enseñanza sobre la humildad:
Señor, mi corazón no es ambicioso, ni
mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad.
Sino que acallo y modero mis deseos,
como un niño en brazos de su madre; como un niño saciado así está
mi alma dentro de mí.
(Sal 130).
©Traducción del original italiano
Pablo Cervera Barranco
[1] Santa Teresa de Jesús, Castillo
interior, 6ª morada., cap. 10.
[2] Il libro della Beata Angela da
Foligno, ed. Quaracchi 1985, p. 734.Trad. esp. SAnta Angela de
Foligno, Libro de la vida: vivencia de Cristo (Sígueme, Salamanca
1991)].
[3] Apophtegmata Patrum, 7 (PG 65, 77).
[4] M. Lutero, Comentario al
Magníficat, ed. Weimar VII, 555s [trad. esp. El Magnificat s eguido
de «Método sencillo de oración» (Sígueme, Salamanca 2017)].
[5] Imitación de Cristo, II,2.
[6] B. Pascal, Pensamientos, n. 150 Br.
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