INDULGENCIA DE LA
PORCIÚNCULA
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En julio de 1216, Francisco pidió en
Perusa a Honorio III que todo el que, contrito y confesado, entrara en la
iglesita de la Porciúncula, ganara gratuitamente una indulgencia
plenaria, como la ganaban quienes se enrolaban en las Cruzadas, y otros que
sostenían con sus ofrendas las iniciativas de la Iglesia. De ahí
el nombre de Indulgencia de la Porciúncula, Perdón Asís,
Indulgencia o Perdón de las rosas (por el prodigio que medió en
su confirmación según alguna tradición tardía) u
otros parecidos.
Más allá de las controversias
históricas acerca de los orígenes y circunstancias de la
concesión de la Indulgencia, lo cierto es que la Iglesia ha seguido,
hasta nuestros días, otorgando y ampliando esa gracia extraordinaria. En
la actualidad, esta Indulgencia puede lucrarse no sólo en Santa
María de los Ángeles o la Porciúncula, sino en todas las
iglesias franciscanas, y también en las iglesias catedral y parroquial,
cada 2 de agosto, día de la Dedicación de la iglesita, una sola
vez, con las siguientes condiciones: 1) visitar una de las iglesias
mencionadas, rezando la oración del Señor y el Símbolo de
la fe (Padrenuestro y Credo); 2) confesarse, comulgar y rezar por las
intenciones del Papa, por ejemplo, un Padrenuestro con Avemaría y
Gloria; estas condiciones pueden cumplirse unos días antes o
después, pero conviene que la comunión y la oración por el
Papa se realicen en el día en que se gana la Indulgencia.
S. S. Benedicto XVI
Ángelus del domingo 2 de agosto de 2009 EL «PERDÓN DE ASÍS»
Queridos hermanos y hermanas, el Año sacerdotal que estamos
celebrando constituye una magnífica ocasión para profundizar en el valor
de la misión de los presbíteros en la Iglesia y en el mundo. Al respecto nos
llegan útiles motivos de reflexión de la memoria de los santos que la
Iglesia nos propone diariamente. (...)
Hoy contemplamos en san Francisco de Asís el ardiente amor por la
salvación de las almas, que todo sacerdote debe alimentar constantemente:
en efecto, hoy se celebra el llamado "Perdón de Asís", que obtuvo del Papa
Honorio III en el año 1216, después de haber tenido una visión mientras se
hallaba en oración en la pequeña iglesia de la Porciúncula.
Apareciéndosele Jesús en su gloria, con la Virgen María a su derecha y
muchos ángeles a su alrededor, le dijo que expresara un deseo, y Francisco
imploró un "perdón amplio y generoso" para todos aquellos que,
"arrepentidos y confesados", visitaran aquella iglesia. Recibida la
aprobación pontificia, el santo no esperó ningún documento escrito, sino
que corrió a Asís y, al llegar a la Porciúncula, anunció la gran noticia:
"Hermanos míos, ¡quiero enviaros a todos al paraíso!". A partir de
entonces, desde el mediodía del 1 de agosto hasta la medianoche del 2, se
puede lucrar, con las condiciones habituales, la indulgencia plenaria
también por los difuntos, visitando una iglesia parroquial o franciscana.
S. S. Pablo
VI
Carta Apostólica «Sacrosancta Portiunculae ecclesia» con ocasión del 750º aniversario de la concesión de la INDULGENCIA DE LA PORCIÚNCULA (14-VII-1966)
La sacrosanta iglesia de la
Porciúncula, que el bienaventurado Francisco de Asís
«amó con preferencia a todos los demás lugares del
mundo» (LM 2,8), adquirió con el tiempo fama en todo el mundo
católico, por el hecho de que allí el seráfico Padre dijo
y obró muchas cosas maravillosas, y de un modo especial por el hecho de
que fue enriquecida por una singular indulgencia, llamada por eso
«Indulgencia de la Porciúncula», que desde hace muchos siglos
obtienen quienes visitan piadosamente aquella iglesia.
En estos días en que se celebra el
750º aniversario de la aprobación de aquella indulgencia por parte
de Honorio III, la cual, como se cree, fue concedida al mismo San Francisco y
que diversos predecesores nuestros confirmaron a lo largo de los siglos, nos es
grato dirigirnos a los fieles que, según el uso y costumbre de cuantos
nos han precedido, se dirigen a la Porciúncula, resplandeciente por
ilustre antigüedad, para reconciliarse de una manera más plena y
solícita con el mismo Dios allí donde «aquel que ore con
corazón devoto obtendrá lo que pida» (1 Cel 106).
Queremos repetir las palabras que
pronunciamos hace poco tiempo atrás, movidos por la solicitud pastoral:
«Al reino de Cristo se puede llegar solamente por la
metánoia, es decir, por esa íntima y total
transformación y renovación de todo el hombre -de todo su sentir,
juzgar y disponer- que se lleva a cabo en él a la luz de la santidad y
caridad de Dios, santidad y caridad que, en el Hijo, se nos han manifestado y
comunicado con plenitud» (Const. apostólica,
Paenitemini).
A los mismos fieles que, impulsados por la
penitencia, son llevados a alcanzar esta metánoia, por cuyo
motivo, después del pecado, ha sido herida aquella santidad con la que
fueron revestidos al principio en Cristo en el bautismo, sale al encuentro la
Iglesia, que sostiene a los hijos enfermos y débiles con un amor y un
socorro semejantes al materno, incluso otorgando las indulgencias.
Pero la indulgencia no es un camino
más fácil, mediante el cual podemos evitar la necesaria
penitencia de los pecados, sino más bien es un sostén que cada
fiel, humildemente consciente de su enfermedad, encuentra en el Cuerpo
místico de Cristo, que de una manera concreta «colabora a su
conversión con la caridad, el ejemplo y las oraciones» (Const.
Lumen Gentium, c. 2, n. 11).
Un ejemplo excelso de semejante penitente y
de un alma consciente de la humana enfermedad fue para nosotros el mismo San
Francisco, en el cual admiramos tan bien expresado «el hombre nuevo,
creado a imagen de Dios en la justicia y en la verdadera santidad» (Ef
4,24). En efecto, él no sólo ofrece un ejemplo validísimo
de aquella conversión a Dios y de una vida auténticamente
penitente, sino que ordena en su Regla exhortar a los hombres para que
«perseveremos en la verdadera fe y penitencia, porque de otro modo nadie
se puede salvar» (Rnb 23); así en el comentario al Padre Nuestro,
implora de esta manera al Padre que está en los cielos: «Y
perdónanos nuestras deudas: por tu inefable misericordia, por la
virtud de la pasión de tu amado Hijo y por los méritos e
intercesión de la beatísima Virgen y de todos tus elegidos»
(ParPN 7).
Con mucha razón se puede creer que
esta exhortación de San Francisco así como aquel admirable amor,
por el cual fue movido a pedir la indulgencia de la Porciúncula para
todos los fieles, haya nacido del deseo de participar a los demás la
dulzura de ánimo que él mismo había experimentado
después de haber implorado de Dios el perdón de las culpas
cometidas. Lo que con dulcísimas palabras narra el principal escritor de
la vida de este Hombre seráfico, Tomás de Celano: «En cierta
ocasión, admirando la misericordia del Señor en tantos beneficios
como le había concedido y deseando que Dios le mostrase cómo
habían de proceder en su vida él y los suyos, se retiró a
un lugar de oración, según lo hacía muchísimas
veces. Como permaneciese allí largo tiempo con temor y temblor ante el
Señor de toda la tierra, reflexionado con amargura de alma sobre los
años malgastados y repitiendo muchas veces aquellas palabras:
"¡Oh Dios, sé propicio a mí, pecador!",
comenzó a derramarse poco a poco en lo íntimo de su
corazón una indecible alegría e inmensa dulcedumbre.
Comenzó también a sentirse fuera de sí; contenidos los
sentimientos y ahuyentadas las tinieblas que se habían ido fijando en su
corazón por temor al pecado, le fue infundida la certeza del
perdón de todos los pecados y se le dio la confianza de que estaba en
gracia» (1 Cel 26).
El primer fruto de la penitencia, en
efecto, es la conciencia de nuestros pecados: «Si quieres que Dios los
ignore, sé tú quien los reconozca. Tu pecado te tenga a ti como
juez, no como defensor» (S. Agustín, Sermón 20,2; PL 38,
139).
Transformándonos, pues, en
acusadores de nosotros mismos ante la Iglesia, a la que Jesús
entregó las llaves del reino de los cielos (cf. Mt 16,19), recibimos la
remisión de la culpa y de la pena; sin embargo, no se debe relajar el
camino por el que volvemos a Dios. Debemos cargar sobre nosotros el yugo de
Cristo y debemos llevar su cruz y desearla mediante una voluntaria
expiación; es necesario que demostremos con las buenas obras y, en
particular, con los frutos del amor fraterno que nos encaminamos sinceramente
hacia la casa del Padre y que estamos insertos más sólidamente y
con una nueva razón en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
El fiel penitente que cumple así la
renovación del espíritu, como hemos dicho más arriba, no
actúa solo; en efecto «quien es redimido del pecado y mondado en el
espíritu en fuerza de las oraciones y del llanto de todos, consigue la
purificación mediante las obras de todo el pueblo y es lavado por las
lágrimas del mismo. Cristo, en efecto, ha concedido a su Iglesia que
todos fueran salvados por obra de uno solo» (S. Ambrosio, De
poenitentia, 1.15,80; PL 16,469).
La indulgencia que la Iglesia ofrece a los
penitentes es manifestación de aquella admirable comunión de los
Santos, que por el único vínculo del amor de Cristo une
estrechamente de una manera mística a la beatísima Virgen
María, a los fieles triunfantes en el cielo, a los que están en
el Purgatorio y a los que peregrinan en la tierra. La indulgencia, pues, que se
concede por el poder de la Iglesia, disminuye e incluso borra totalmente la
pena por la que el hombre de alguna manera está imposibilitado de
alcanzar de una manera más estrecha la unión con Dios; por este
motivo el fiel penitente en persona encuentra ayuda en esta singular forma de
amor eclesial, para dejar el hombre viejo y revestirse de aquel nuevo «que
se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen
de su Creador» (Col 3,10).
Mientras reflexionamos sobre estas cosas,
deseamos que el 750º aniversario de la institución de esta
indulgencia sea celebrado de manera que verdaderamente la Porciúncula
sea aquel lugar santo donde se consigue el perdón total y se hace
estable la paz con Dios.
Sabemos bien que a lo largo de los siglos
una inmensa multitud de peregrinos se ha dirigido incesantemente a la iglesia
de la Porciúncula. Ellos se arriesgaban a emprender viajes largos y
fatigosos para que, como en un abrazo de la Reina de los Ángeles, a la
que la iglesia y basílica de la Porciúncula está dedicada,
sus espíritus pudiesen gozar de la quietud luego que le fueran
perdonados sus pecados y para ellos se renovase el don de la gracia divina. Al
mismo tiempo sabemos bien que también hoy, y sobre todo con
ocasión del aniversario de la solemne dedicación de esta capilla,
en que la indulgencia de la Porciúncula se puede ganar en todas las
iglesias de la Orden Franciscana, muchos peregrinos llegan a la
Porciúncula, para nada movidos por la curiosidad o por el
entretenimiento, sino solo para implorar el perdón de los pecados, de
modo de poder gozar en el futuro de la familiaridad del Padre celestial. Estos,
habiendo llegado como peregrinos, indican de alguna manera que la vida del
hombre es una gran peregrinación que por un largo y arduo sendero nos
conduce hasta Dios.
Es preciso pues, desear que las
peregrinaciones individuales y en grupo que en nuestros días, a causa
del gran aumento de los medios de transporte, se hacen más numerosas, no
pierdan el espíritu de la piedad y de la penitencia, sino que sean como
una auténtica pasión por la religión.
Quiera Dios que la peregrinación,
transmitida durante siglos, a la iglesia de la Porciúncula, que Nuestro
mismo Predecesor Juan XXIII emprendió con ánimo piadoso, no
termine sino que más bien crezca continuamente la multitud de los fieles
que acuden aquí al encuentro con Cristo rico en misericordia y con su
Madre, que intercede siempre ante él.
Mientras deseamos de corazón que
estas cosas puedan realizarse, a ti, hijo dilecto [C. Koser, Vicario general de
la OFM], a toda la Familia Franciscana y a todos aquellos que se
reunirán en el santuario de la Porciúncula para festejar
solemnemente la memoria de este aniversario, impartimos con mucho gusto en el
Señor la bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 14 de
julio de 1966, cuarto año de nuestro pontificado.
[Acta OFM V (1966) 317-320;
Enchiridion de la Orden de Hermanos Menores, I, 30-34]
INDULGENCIA DE LA PORCIÚNCULA
por Omer Englebert
El sábado 16 de julio de 1216,
Jacobo de Vitry llegaba a Perusa, donde temporalmente residía la Corte
pontificia. Recién nombrado obispo de San Juan de Acre, antes de ir a
tomar posesión de su sede, venía a recibir la consagración
episcopal en la sobredicha ciudad. Apenas entrado en ella, supo que aquella
misma mañana acababa de morir Inocencio III. Inocencio se había
establecido en Perusa en mayo de 1216. Quería recorrer Toscana y Alta
Italia para tratar de restituir la paz entre las ciudades rivales de
Génova y Pisa, y acelerar los preparativos de la cruzada contra los
Sarracenos.
Dos días tan sólo duró
la vacante de la Santa Sede. Salió elegido Honorio III cuya avanzada
edad y malograda salud permitían creer que no duraría mucho
tiempo, pero que vivió, sin embargo, hasta el año 1227.
«El Papa que acaban de elegir
-escribe Jacobo de Vitry- es un anciano excelente y piadoso, un varón
sencillo y condescendiente, que ha dado a los pobres casi toda su
fortuna».
Francisco debió de alegrarse al saber
la elección de un Papa renombrado por su piedad y amor a los pobres.
Quizás pensó que Dios mismo tomaba en sus manos la causa del
santo Evangelio y, como muchos, creyó un tiempo que iba a realizarse la
reforma de la Iglesia anunciada por el Concilio IV de Letrán.
En tal caso, podría suponerse que
tan bellas esperanzas dieron, en parte, origen a la indulgencia de la
Porciúncula, la cual siempre consideran como auténtica los
más de los franciscanistas. Lo cierto es que refieren ellos a esta
época un paso extraordinario que dio el Pobrecillo. Tal como ellos, lo
relataremos a continuación, esforzándonos por creer en su
historicidad tanto como en ella creen los mismos.
En su discurso de Letrán el
año 1215, Inocencio III había señalado con el signo TAU a
tres clases de predestinados: los que se alistaran en la cruzada; aquellos que,
impedidos de cruzarse, lucharan contra la herejía; finalmente, los
pecadores que de veras se empeñaran en reformar su vida.
¿Sugirieron a Francisco aquellas palabras el deseo de reconciliar con
Dios el mundo entero, facilitando a los que no podían ir a Oriente, y a
los privados de recursos con que ganar indulgencias, otros medios de participar
también en la universal redención?
Sea lo que sea, un día del verano de
1216, el Pobrecillo partió para Perusa, acompañado del hermano
Maseo.
La noche anterior, escribe Bartholi, Cristo
y su Madre, rodeados de espíritus celestiales, se le habían
aparecido en la capilla de Santa María de los Ángeles:
-- Francisco -le dijo el Señor-,
pídeme lo que quieras para gloria de Dios y salvación de los
hombres.
-- Señor -respondió el
Santo-, os ruego por intercesión de la Virgen aquí presente,
abogada del género humano, concedáis una indulgencia a cuantos
visitaren esta iglesia.
La Virgen se inclinó ante su Hijo en
señal de que apoyaba el ruego, el cual fue oído. Jesucristo
ordenó luego a Francisco se dirigiese a Perusa, para obtener allí
del Papa el favor deseado.
Ya en presencia de Honorio III, Francisco
le habló así:
-- Poco ha que reparé para Vuestra
Santidad una iglesia dedicada a la bienaventurada Virgen María, Madre de
Dios. Ahora vengo a solicitar en beneficio de quienes la visitaren en el
aniversario de su dedicación, una indulgencia que puedan ganar sin
necesidad de abonar ofrenda alguna.
-- Quien pide una indulgencia
-observó el Papa-, conviene que algo ofrezca para merecerla... ¿Y
de cuántos años ha de ser esa que pides? ¿De un
año?... ¿De tres?...
-- ¿Qué son tres años,
santísimo Padre?
-- ¿Quieres seis años?...
¿Hasta siete?
-- No quiero años, sino
almas.
-- ¿Almas?... ¿Qué
quieres decir con eso?
-- Quiero decir que cuantos visitaren
aquella iglesia, confesados y absueltos, queden libres de toda culpa y pena
incurridas por sus pecados.
-- Es excesivo lo que pides, y muy
contrario a las usanzas de la Curia romana.
-- Por eso, santísimo Padre, no lo
pido por impulso propio, sino de parte de nuestro Señor
Jesucristo.
-- ¡Pues bien, concedido! En el
nombre del Señor, hágase conforme a tu deseo.
Al oír eso, los cardenales presentes
rogaron al Papa que revocara tal concesión, representándole que
la misma desvaloraría las indulgencias de Tierra Santa y de Roma, que en
adelante serían tenidas en nada. Mas el Papa se negó a
retractarse. Le instaron sus consejeros que al menos restringiera todo lo
posible tan desacostumbrado favor. Dirigiéndose entonces a Francisco,
Honorio le dijo:
-- La indulgencia otorgada es valedera a
perpetuidad, pero sólo una vez al año, es decir, desde las
primeras vísperas del día de la dedicación de la iglesia
hasta las del día siguiente.
Ansioso de despedirse, Francisco
inclinó reverente la cabeza y ya se marchaba, cuando el Pontífice
lo llamó diciendo:
-- Pero, simplote, ¿así te
vas sin el diploma?
-- Me basta vuestra palabra,
santísimo Padre. Si Dios quiere esta indulgencia, él mismo ya lo
manifestará si fuere necesario; que, por lo que me toca, la Virgen
María es mi diploma, Cristo es mi notario y los santos Ángeles
son mis testigos.
Y con el hermano Maseo se puso en camino
para la Porciúncula.
Una hora habrían andado, cuando
llegaron a la aldea de Colle, situada sobre una colina, a medio camino entre
Asís y Perusa. Allí se durmió Francisco, rendido de
fatiga; al despertar tuvo una revelación que comunicó a su
compañero:
-- Hermano Maseo -le dijo-, has de saber
que lo que se me ha concedido en la tierra, acaba de ratificarse en el
cielo.
Celebróse la dedicación de la
capilla el día 2 del siguiente agosto.
La liturgia de la fiesta, con las palabras
que Salomón pronunciara en la inauguración del templo de
Jerusalén (1 Re 8,27-29.43), parecía como hecha para aquella
circunstancia. Desde un púlpito de madera, en presencia de los obispos
de Asís, Perusa, Todi, Spoleto, Gubbio, Nocera y Foligno, anunció
Francisco a la multitud la gran noticia:
-- Quiero mandaros a todos al
paraíso -exclamó-, anunciándoos la indulgencia que me ha
sido otorgada por el Papa Honorio. Sabed, pues, que todos los aquí
presentes, como también cuantos vinieren a orar en esta iglesia,
obtendrán la remisión de todos sus pecados. Yo deseaba que esta
indulgencia pudiese ganarse durante toda la octava de la dedicación,
pero no lo he logrado sino para un solo día.
Tal es, según los documentos que
luego mencionaré, el origen del famoso Perdón de
Asís.
* * *
No se puede negar que desde el principio
suscitó vivísima oposición.
No acontecía entonces lo de ahora,
que cualquier cristiano, sin gastar nada ni salir de la propia parroquia, puede
ganar indulgencias plenarias en abundancia. En aquellos tiempos, solamente los
peregrinos de Tierra Santa, de Roma y de Santiago de Compostela podían
merecer semejante favor. Los demás lugares de romería, por ricos
que fuesen en santas reliquias, eran mucho menos favorecidos, no pudiendo
ofrecer a los visitantes más que unos cuantos días o años
de indulgencia. Elevada a la categoría de los tres más
célebres lugares de peregrinación de la cristiandad, la
Porciúncula desvaloraba de repente aquellos innumerables santuarios de
los cuales clérigos y monjes reportaban gloria y subsistencia. Se
comprende que desplegasen éstos todo su celo en combatirla. ¿No
se vio, acaso, a unos de ellos salir por los caminos y los puertos al encuentro
de los peregrinos de Asís, para demostrarles que el privilegio
franciscano era falso, e inducirles a desandar lo andado?
Hoy no se discute la validez de la
indulgencia -repetidas veces confirmada por la Iglesia- sino sólo si se
debe su concesión a la iniciativa de san Francisco.
En sentir de algunos críticos, son
pura leyenda el viaje de Francisco a Perusa y el privilegio verbalmente
arrancado al Papa Honorio; otros, en cambio, opinan que se trata de un hecho
históricamente comprobado.
Los primeros alegan el silencio de los
antiguos biógrafos del Santo, quienes, de ser cierto, no habrían
pasado por alto un hecho tan glorioso para el mismo. Pues bien, ni Celano, ni
san Buenaventura, ni los Tres Compañeros mencionan para nada tal
concesión. Sólo cincuenta años después del suceso
aparecen testimonios en su favor. ¿Qué fe se ha de dar, pues, a
testigos tan tardíos?
Los partidarios de la autenticidad replican
que era forzoso el silencio de los primeros biógrafos, y que no puede,
por tanto, prevalecer contra testimonios que, con ser tardíos, no por
ello son menos probatorios.
Si los referidos biógrafos callaron
el hecho, fue porque muchos motivos les indujeron a guardar silencio.
Recuérdese, en efecto, que Francisco
obtuvo la indulgencia contra el parecer de los cardenales, que la consideraban
perjudicial para el éxito de la cruzada. Ahora bien, de haberse
publicado algo acerca de ella, esos mismos prelados no hubieran perdonado medio
de hacerla revocar. Lo sabía el Santo; y puesto que aborrecía
tanto los conflictos con el clero como el andar solicitando privilegios en la
Corte romana, guardóse con cautela de pedir confirmación de la
indulgencia en la cancillería apostólica. Más aún,
según Jacobo Coppoli, prohibió al hermano León hacer
mención de ella, dejando a Dios el cuidado de manifestarla más
tarde. A todo eso conviene agregar que los franciscanos mismos, encargados de
recoger fondos para la cruzada, se oponían a que se hablase de un
privilegio que podía comprometer el resultado de sus predicaciones.
¿No fueron esos motivos más que suficientes para que los
biógrafos de la época guardaran silencio?
Pero pasó el tiempo, y con él
la era de las cruzadas; los hermanos menores eran ya suficientemente poderosos
en la Iglesia para proclamar a voces aquel secreto ya muy divulgado; y en 1277,
por orden de Jerónimo de Ascoli, ministro general y futuro Papa, el
hermano Ángel, ministro provincial de Umbría, empezó a
reunir ante notario testimonios capaces de confundir a los adversarios del gran
Perdón.
Entre los testigos citados estaban Benito y
Rainerio de Arezzo, Pedro Zalfani y Jacobo Coppoli.
Los hermanos Benito y Rainerio atestiguaron
haber oído al hermano Maseo contar repetidas veces la historia de la
indulgencia en los términos que más arriba referimos. Pedro
Zalfani, señor de Asís que, siendo joven, asistió a la
dedicación de Santa María de los Ángeles, hizo un resumen
del sermón pronunciado en aquella ocasión por san Francisco.
Cuanto a Jacobo Coppoli, señor de Perusa, afirmó haber
oído del hermano León el relato de las circunstancias en que el
Papa concedió la indulgencia a san Francisco.
Es de notar que en la época de estos
testimonios el gran Perdón de Asís era ya muy popular. Y muy
pronto acudieron a Santa María de los Ángeles peregrinos de todas
las regiones de Italia. Fue entonces, por el año 1308, habiendo
recrudecido los ataques de los enemigos de la Porciúncula, cuando
Teobaldo Offreducci, obispo de Asís, hizo levantar un acta formal que,
en sentir del mismo, había de terminar con todas las impugnaciones.
Tal documento oficial originó
indudablemente gran contrariedad entre los adversarios de la indulgencia, y la
sigue originando hoy entre los críticos que niegan la autenticidad de la
misma. Relata por menudo este diploma cómo fue concedido el gran
privilegio; reproduce los testimonios de los testigos que ya conocemos,
añadiendo el del hermano Marino, sobrino del hermano Maseo; luego
acomete, con tono algo denigrante, a los contrarios, a los envidiosos e
ignorantes, que con su boca pestilente, dice, se atreven a negar un privilegio
reconocido tanto en Italia, como en Francia y España; privilegio,
añade, que desde tantos años se predica a vista y ciencia de la
Curia romana, privilegio que acaba de ratificar el Papa Bonifacio VIII, y del
cual los cardenales mismos se aprovechan gustosos para obtener el perdón
de sus pecados.
El diploma de Teobaldo Offreducci no
acabó con los irreductibles, pero hizo vanos sus ataques; porque, a
partir de esa época, el día 2 de agosto se congregaron cada
año en Santa María de los Ángeles muchedumbres de
peregrinos llegados de todas partes de Europa, viniendo a impetrar, «sin
necesidad de ofrenda, la remisión de la pena merecida por sus
pecados».
Más tarde, como es sabido, los Papas
extendieron generosamente el mismo privilegio a las iglesias del mundo entero,
con lo cual ya solamente los eruditos siguieron disputando acerca de la
indulgencia franciscana.
[Omer Englebert, Vida de
San Francisco de Asís.
Santiago de Chile, Cefepal, 1973, págs. 234-244]
INDULGENCIA DE LA PORCIÚNCULA
por Luis de Sarasola, o.f.m.
Para llevar a pronta ejecución la
cruzada de Tierra Santa, el más encendido anhelo de su vida y una de las
decisiones del Concilio IV de Letrán, Inocencio III emprendió un
viaje a la Alta Italia, a fin de arreglar personalmente las contiendas que
dividían a las dos potentes ciudades marítimas, Génova y
Pisa. Llegó a fines de mayo a Perusa, y aquí sucumbió el
16 de julio de 1216, a los cincuenta y seis años de edad. Eccleston
asegura que Francisco se halló presente a la muerte de Inocencio.
Por entonces, 1 de agosto, prima die
Kalendarum Augusti, fija fray Benito de Arezzo la concesión de la
celebérrima Indulgencia de la Porciúncula. Nos ocupamos
más adelante de las controversias sobre la historicidad de este suceso.
Por encima de todas las divergencias, dos aspectos esenciales de la
cuestión quedan firmemente indiscutidos:
1.° El gran perdón de las almas
se concentra, como en un hogar celeste de misericordia y refugio, en la ermita
de Santa María de la Porciúncula, cuna de la Orden
Franciscana.
2.° Todo el amor de San Francisco a sus
hermanos los hombres tiembla de emoción y ansias ardorosas en el relato
de la concesión de la Indulgencia. Será o no será
rigurosamente histórico el relato material; su plenitud de sentido moral
y religioso es rigurosamente histórica y exacta. Como ocurre muchas
veces, el mito o la leyenda es aquí más significativa y
verdadera que la misma historia. He aquí el núcleo del
relato:
«Estando el bienaventurado Francisco
en Santa María de la Porciúncula, le fue revelado del
Señor que se acercase al Sumo Pontífice Honorio III, que entonces
se hallaba en Perusa, a fin de impetrar de él la indulgencia para la
dicha iglesia de Santa María que había reconstruido. El papa
Honorio permaneció en Perusa hasta el 12 de agosto. Levantándose
Francisco de mañana, llamó a su compañero fray Masseo de
Marignano, se presentó con él al dicho señor Honorio y le
dijo:
-- Santo Padre, hace poco reparé
para Vos una iglesia en honor de la Virgen, madre de Cristo; suplico a Vuestra
Santidad que pongáis allá indulgencia sin ofertas.
Le respondió que convenientemente no
podía hacerse esto, pues el que pide indulgencia, menester es que la
merezca aportando ayuda:
-- Pero indícame cuántos
años quieres y qué indulgencia deseas se ponga
allá.
A lo que respondió San
Francisco:
-- Santo Padre, plegue a Vuestra Santidad
darme no años, sino almas.
Y el señor Papa le dijo:
-- ¿Cómo quieres las
almas?
El bienaventurado Francisco
respondió:
-- Santo Padre, si a Vuestra Santidad le
agrada, quiero que cualquiera que venga a esta iglesia confesado y contrito y
absuelto como conviene por el sacerdote, quede libre de pena y de culpa en el
cielo y en la tierra desde el día del bautismo hasta el día y la
hora que entró en esta dicha iglesia.
El señor Papa le
respondió:
-- Mucho pides, Francisco, pues no es
costumbre de la Curia romana conceder tal indulgencia.
El bienaventurado Francisco le
replicó:
-- Señor, no lo pido de mí;
lo pido de parte del que me envió, el Señor Jesucristo.
Entonces el señor Papa
exclamó tres veces:
-- Pláceme que la tengas.
Los señores cardenales que estaban
presentes respondieron:
-- Mirad, señor, que si a
éste le concedéis tal indulgencia, destruís la indulgencia
de Ultramar, y se reduce a la nada y por nada será tenida la indulgencia
de los apóstoles Pedro y Pablo.
Respondió el señor
Papa:
-- La hemos dado y concedido, y no es
conveniente revocar lo hecho. Pero la modificaremos fijándola en un solo
día natural.
Llamó entonces a San Francisco y le
dijo:
-- ¡Ea!, concedemos desde ahora que
cualquiera que viniere y entrare en dicha iglesia bien confesado y contrito,
quede absuelto de pena y de culpa, y queremos que esto sea valedero
perpetuamente todos los años, solamente por un día natural, desde
las primeras vísperas del día hasta las vísperas del
día siguiente.
Entonces Francisco, después de
inclinar con reverencia la cabeza, comenzó a salir del palacio. Viendo
el Papa que se iba, le llamó y le dijo:
-- O simplicione!
¿Adónde vas? ¿Qué garantías llevas tú
de la indulgencia?
Y el bienaventurado Francisco
respondió:
-- Me basta vuestra palabra. Si es obra de
Dios, Él mismo la manifestará. No quiero otro instrumento, sino
que la bienaventurada Virgen María sea la carta, Cristo el notario y
testigos los ángeles.
Él tornó de Perusa hacia
Asís, y llegando a medio camino, al lugar que se llama Collestrada,
donde había hospital de leprosos, descansando un poco con su
compañero, se durmió. Despertóse, y después de la
oración llamó al compañero y le dijo:
-- Fray Masseo, dígote de parte de
Dios que la indulgencia que me ha concedido el sumo Pontífice ha sido
confirmada en los cielos» (Diploma del obispo Teobaldo).
Aclaración
histórica
El origen de la Indulgencia de la
Porciúncula es uno de los sucesos más discutidos en la vida de
San Francisco. Las leyendas franciscanas del siglo XIII no hablan de ella;
tampoco se publicó ningún diploma de la Cancillería romana
referente a su concesión. Los enemigos de la Indulgencia
apoyáronse en este silencio para negarle todo valor con argumentos
teológicos y eclesiásticos, a los que contestó
cumplidamente en 1279 el ardiente y genial pensador franciscano Pedro Juan
Olivi. Los partidarios del Perdón fueron agrupando testimonios y
referencias desde 1277 hasta 1310, poco más o menos, en que se
fijó en sus rasgos esenciales la tradición histórica con
el documento de fray Teobaldo, obispo de Asís. El suceso fue
adornándose de elementos fantásticos maravillosos, que alcanzaron
su plena evolución, después del relato de Michael Bernardi, en la
narración del obispo de Asís, Conrado, en 1335.
No vamos a historiar las controversias que
se han suscitado durante varios siglos hasta hoy. Dos años
después de rechazar de plano los relatos de la tradición,
Sabatier cambió totalmente de parecer; y fue el primero, entre los
contemporáneos, que, planteando científicamente la
cuestión sobre códices antiguos, publicó conclusiones
definitivas a favor de la autenticidad histórica de la concesión
de la Indulgencia por Honorio III a San Francisco. Los numerosos estudios
publicados después de Sabatier han aportado poca luz sobre la materia;
se limitan, en lo fundamental, a repetir sus argumentos. Solamente Fierens
reanudó la labor de Sabatier con verdadera amplitud y espíritu
científico, arribando por diversos caminos, con diferente
coordinación de los códices manuscritos, a la misma
conclusión definitiva: «El núcleo histórico de toda
la floración legendaria de la Indulgencia de la Porciúncula se
halla en la entrevista de San Francisco con el Papa Honorio III en Perusa, el
año 1216».
Los fundamentos históricos de la
autenticidad son:
1.º Testimonio notariado de fray
Benito de Arezzo y de su compañero fray Rainerio de Mariano de Arezzo,
en 1277: afirman haber oído de fray Masseo de Marignano el relato de la
concesión de la Indulgencia, siendo el mismo Masseo el que
acompañó a San Francisco a Perusa cuando se presentó a
Honorio III y consiguió de él esa gracia.
2.º Testimonio de Pedro Zalfani de
haber asistido él mismo a la consagración de Santa María
de la Porciúncula y oído predicar a San Francisco delante de
siete obispos, anunciando a todo el pueblo la Indulgencia.
3.º Testimonio de Jacobo Coppoli de
haber oído, delante de testigos que nombra, a fray León,
compañero del Santo, afirmar firmemente la verdad histórica de la
concesión.
Estos tres testimonios, con otros varios
que dicen lo mismo, se funden en el relato del obispo Teobaldo, hacia 1310. Los
partidarios de la autenticidad refuerzan su opinión con el testimonio
del beato Francisco de Fabriano, quien asegura de sí mismo que fue a
Asís en agosto de 1268 a lucrar el Perdón de la
Porciúncula. Otro de los testimonios autenticados es el del beato Juan
de Alverna, personaje celebérrimo de las Florecillas: su relato
confirma el de fray Benito y fray Rainerio de Arezzo, aportando más
testigos.
No podemos discutir aquí uno por uno
todos los testimonios, su grado de veracidad y la coordinación de todas
las narraciones en el relato tradicional de Teobaldo. La plena solución
depende, en mi concepto, de que sean auténticos los documentos. Fierens
rechaza los testimonios de Zalfani y de Coppoli, porque hablan de un suceso que
juzga improbable, la consagración de la iglesia de la
Porciúncula; le parece también sospechosa la atestación de
fray Benito, porque depone con demasiada pompa y solemnidad y alude a los
"secretos de la Orden", secreta Ordinis, que, dice, nunca
existieron. Y se atiene al testimonio de fray Marino, sobrino de fray Masseo, y
de Juan de Alverna, como las únicas exentas de sospecha. Lemmens, en
cambio, sin mencionar siquiera a fray Marino y a fray Juan de Alverna, insiste
en la veracidad de los testigos rechazados por Fierens. Yo creo que esto es
desplazar la cuestión del verdadero terreno científico. En mi
concepto, antes que la veracidad de los testigos y testimonios debe discutirse
la autenticidad de los documentos. ¿El testimonio de fray Benito y fray
Rainerio se extendió verdaderamente ante notario el año 1277?
¿Este y los otros documentos fueron o no fabricados en las
postrimerías del siglo XIII, para acallar las negaciones de los enemigos
del Perdón? Ahí está para mí la más fuerte
duda. Si los documentos son auténticos, no veo ninguna razón
seria que permita dudar de la veracidad de su testimonio; se coordinan y
completan mutuamente, y el relato tradicional del obispo Teobaldo adquiere
firme consistencia histórica.
Lo mismo debemos decir del testimonio de
Francisco de Fabriano, que conocemos a través de Waddingo. ¿El
analista transcribió fielmente la forma original del documento?
Algunos sostienen que la autenticidad
histórica de los orígenes de la Indulgencia de la
Porciúncula está firme y definitivamente consolidada.
Permítasenos dudar de esa definitiva firmeza. Hay quienes la niegan
redondamente; otros vacilan, como nosotros; otros muchos afirman su
autenticidad. Sea como fuere, las gentes piadosas no deben confundir la
autenticidad histórica con la autenticidad canónica, que
ningún católico niega. No se olvide tampoco que este suceso es un
mero episodio en la vida de San Francisco, que puede y debe ser discutido
críticamente, sin que por eso disminuya en un ápice su grandeza.
La gloria inmortal de la humilde ermita restaurada por el Santo permanece
intacta.
[Luis de Sarasola, O.F.M.,
San Francisco de Asís.
Madrid, Ed. Cisneros, 1960, págs. 248-251 y 576-580; suprimidas aquí las notas que lleva el libro]
LA INDULGENCIA DE LAS ROSAS
por Emilia Pardo Bazán
Una noche, en el monte cercano a la
Porciúncula, ardía Francisco de Asís en ansias de la salud
de las almas, rogando con eficacia por los pecadores. Apareciósele un
celeste mensajero, y le ordenó bajar del monte a su iglesia predilecta,
Santa María de los Angeles. Al llegar a ella, entre claridades
vivísimas y resplandecientes, vio a Jesucristo, a su Madre y a multitud
de beatos espíritus que les asistían. Confuso y atónito,
oyó la voz de Jesús, que le decía:
-- Pues tantos son tus afanes por la
salvación de las almas, pide, Francisco, pide.
Francisco pidió una indulgencia
latísima y plenaria, que se ganase con sólo entrar confesado y
contrito en aquella milagrosa capilla de los Ángeles.
-- Mucho pides, Francisco -respondió
la voz divina-; pero accedo contento. Acude a mi Vicario, que confirme mi
gracia.
A la puerta esperaban los compañeros
de Francisco, sin pasar adelante por temer a los extraños resplandores y
las voces nunca oídas. Al salir Francisco le rodearon, y les
refirió la visión; al rayar el alba, tomó el camino de
Perusa, llevando consigo al cortés y afable Maseo de Marignano. A la
sazón estaba en Perusa Honorio III, el propagador del Cristianismo por
las regiones septentrionales, que debía unir su nombre a la
aprobación de la regla de la insigne Orden dominicana.
-- Padre Santo -dijo el de Asís al
antes Cardenal Cencio-, en honor de María Virgen he reparado hace poco
una iglesia; hoy vengo a solicitar para ella indulgencia, sin gravamen de
limosnas.
-- No es costumbre obrar así
-contestó sorprendido Honorio-; pero dime cuántos años e
indulgencias pides.
-- Padre Santo -replicó Francisco-,
lo que pido no son años, sino almas; almas que se laven y regeneren en
las ondas de la indulgencia, como en otro Jordán.
-- No puede conceder esto la Iglesia romana
-objetó el Papa.
-- Señor -replicó Francisco-,
no soy yo, sino Jesucristo, quien os lo ruega.
En esta frase hubo tal calor, que
ablandó el ánimo de Honorio, moviéndole a decir tres
veces:
-- Me place, me place, me place otorgar lo
que deseas.
Intervinieron los Cardenales allí
presentes, exclamando:
-- Considerad, señor, que al
conceder tal indulgencia, anuláis las de Ultramar y menoscabáis
la de los apóstoles Pedro y Pablo. ¿Quién querrá
tomar la cruz para conseguir en Palestina, a costa de trabajos y peligros, lo
que pueda en Asís obtener descansadamente?
-- Concedida está la indulgencia
-contestó el Papa-, y no he de volverme atrás; pero
regularé su goce.
Y llamó a Francisco:
-- Otorgo, pues -le dijo-, que cuantos
entren contritos y confesados en Santa María de los Ángeles sean
absueltos de culpa y pena; esto todos los años perpetuamente, mas
sólo en el espacio de un día natural, desde las primeras
vísperas, inclusa la noche, hasta el toque de vísperas de la
jornada siguiente.
Oídas las últimas palabras de
Honorio, bajó Francisco la cabeza en señal de aprobación,
y sin despegar los labios salió de la cámara.
-- ¿Adónde vas, hombre
sencillo? -gritó el Papa-. ¿Qué garantía o
documento te llevas de la indulgencia?
-- Bástame -respondió el
penitente- lo que oí; si la obra es divina, Dios se manifestará
en ella. No he menester más instrumento; sirva de escritura la Virgen,
sea Cristo el notario y testigos los ángeles.
Con esto se volvió de Perusa a
Asís. Llegando al ameno valle que llaman del Collado, en
Collestrada, sintió impulsos de afecto, y se desvió de
sus compañeros para desahogar su corazón en ríos de
lágrimas; al volver de aquel estado de plenitud, de gozo y de
reconocimiento, llamó a Maseo a voces:
-- ¡Maseo, hermano! -exclamó-.
De parte de Dios te digo que la indulgencia que obtuve del Pontífice
está confirmada en los cielos.
No obstante, corría el tiempo sin
que Honorio, ocupado en atender a las Cruzadas, a la lucha con los maniqueos y
a la pacificación de Italia, formalizase los despachos autorizando la
proclamación de la otorgada indulgencia; el retraso atribulaba a
Francisco. En mitad de una fría noche de enero se encontraba abismado en
rezos y contemplaciones. Impensadamente le asaltó una sugestión
violentísima; pensó que obraba mal, que faltaba a su deber
trasnochando, macerándose y extenuándose a fuerza de vigilias,
siendo un hombre cuya vida era tan esencial para el sostenimiento y prosperidad
de su Orden. Discurrió que tanta penitencia pararía en
enflaquecer y enajenar su razón, tocando en las lindes del suicidio, y
le entró congoja. Para desechar esta tentación, nacida
quizás del propio cansancio y debilidad de su cuerpo, se levantó,
se desnudó el hábito, corrió desde su celda al obscuro
monte, y no pareciéndole mortificación bastante el frío
cruel, se arrojó sobre una zarza, revolcándose en ella. Manaba
sangre de su desgarrada piel, y se cubría el zarzal de blancas y
purpúreas rosas, fragantes, turgentes, frescas, como las de mayo.
Exhalaba suave aroma la mata recién florida, y las hojas verdes,
salpicadas con la sangre del Santo, se tachonaban de pintas bermejas o gotas de
carmín. Una zona de blanca y fulgurosa luz radió disipando las
tinieblas, y Francisco se encontró rodeado de innumerables
ángeles:
-- Ven a la iglesia; te aguardan Cristo y
su Madre -cantaban a coro sus inefables voces.
Francisco se levantó transportado y
caminó entre un ambiente luminoso. En torno suyo revoloteaban como
mariposas de fuego los serafines, y esplendían, cual luciérnagas
magníficas, las aladas cabezas de los querubines; el monte se abrasaba
todo sin consumirse en aquel sobrenatural foco de luz; resonaban acordes de
deliciosa melodía; el suelo estaba cubierto de ricas alfombras y tapices
de flores, sedas y oro; sobre su propio cuerpo veía Francisco una veste
cándida, transparente como el cristal, relumbradora como los astros.
Cogió Francisco de la zarza florida doce rosas blancas y doce rojas,
entrando en la capilla. También deslumbraba el humilde recinto. Le
bañaban ríos de claridad semejantes a oro líquido;
envueltos en aureolas más inflamadas aún y en brillantes nubes de
gloria, estaban Cristo y su Madre, con innumerables milicias celestiales,
constelaciones de espíritus. Francisco cayó de rodillas, y fijo
el pensamiento en sus constantes ansias, impetró la realización
de la suspirada indulgencia, como si la vista de las hermosuras del cielo le
impulsase a desear con más ardor que se abriesen sus puertas para el
hombre. María se inclinó hacia su hijo, y éste
habló así:
-- Por mi madre te otorgo lo que solicitas;
y sea el día aquel en que mi apóstol Pedro, encarcelado por
Herodes, vio milagrosamente caer sus cadenas [1 de agosto].
-- ¿Cómo, Señor
-preguntó Francisco-, haré notoria a los hombres tu
voluntad?
-- Ve a Roma -repuso- como la primera vez;
notifica mi mandamiento a mi Vicario; llévale por vía de
testimonio rosas de las que has visto brotar en la zarza; yo moveré su
corazón y tu anhelo será cumplido.
Francisco se levantó; entonaron los
coros de ángeles el Te Deum, y con último acorde de vaga
y deleitosa armonía se extinguió la música,
desvaneciéndose la aparición.
Fue Francisco a Roma con Bernardo de
Quintaval, Ángel de Rieti, Pedro Catáneo y fray León,
la ovejuela de Dios. Se presentó al Papa llevando en sus manos
tres rosas encarnadas y tres blancas de las del prodigio, número
designado en honra de la Trinidad. Intimó a Honorio de parte de Cristo
que la indulgencia había de ser en la fiesta de San Pedro ad
Víncula. Le ofreció las rosas, frescas, lozanas y fragantes,
que se burlaban del erizado invierno. Se reunió el Consistorio, y ante
las flores que representaban en enero la material resurrección de la
primavera, fue confirmada la indulgencia, resurrección del
espíritu regenerado por la gracia. Escribió el Papa a los obispos
circunvecinos de la Porciúncula, citándoles para que se reunieran
en Asís el primer día de Agosto, a fin de promulgar la
indulgencia solemnemente. «En el día convenido -escribe uno de los
cronistas del suceso-, concurrieron allí puntuales; con ellos gran
multitud de las regiones comarcanas acudió también a la
solemnidad. Apareció Francisco en un palco prevenido al efecto, con los
siete obispos a su lado, y después de ferviente plática sobre la
indulgencia obtenida, terminó diciendo que en el mismo día y
todos los años perpetuamente, quien confesado y contrito entrase en
aquella iglesia, lograría plena remisión de sus pecados. Oyendo
los obispos a Francisco anunciar indulgencia semejante, se indignaron,
exclamando que si bien tenían orden de hacer la voluntad de Francisco,
no lograban creer que fuese la intención del Papa promulgar el indulto
perpetuamente; en consecuencia se adelantó el obispo de Asís
resuelto a proclamarlo por diez años solos; pero en vez de esto
repitió involuntariamente las palabras mismas que Francisco había
pronunciado; unos después de otros, pensando cada cual corregir al
anterior, reprodujeron los obispos el primer anuncio. De esto fueron testigos
muchos, tanto de Perusa cuanto de las inmediatas villas».
Así quedó solemnemente
publicada y promulgada la gran indulgencia de la Porciúncula, rival por
el concurso y la importancia de los más célebres jubileos de la
Edad Media. A su misma extraordinaria amplitud se atribuye que ninguno de los
primeros biógrafos del Santo de Asís haga mención
explícita de ella, ni de las circunstancias que la precedieron. Cuando
se cifraba en las Cruzadas la esperanza de la Europa y del cristianismo,
sería imprudente e impolítico del todo, según observaban
los Cardenales, esparcir el rumor de que los peregrinos de Asís lograban
iguales gracias que los palmeros de Jerusalén. Hasta disposiciones de
los Concilios vedaban cuanto pudiese en algún modo impedir o dilatar las
Cruzadas. Por muchos años, pues, fue sólo conocida oralmente la
indulgencia de la Porciúncula, y hasta medio siglo después del
tránsito de Francisco no hallamos el primer documento auténtico
de Benito de Arezzo, que dice así:
«En el nombre de Dios, Amén.
Yo fray Benito de Arezzo, que estuve con el beato Francisco mientras aún
vivía, y que por auxilio de la divina gracia fui recibido en su Orden
por el mismo Padre Santísimo; yo que fui compañero de sus
compañeros, y con ellos estuve frecuentemente, ya mientras vivía
el santo Padre nuestro, ya después que se partió de este mundo, y
con los mismos conferencié frecuentemente de los secretos de la Orden,
declaro haber oído repetidas veces a uno de los susodichos
compañeros del beato Francisco, llamado fray Maseo de Marignano, el cual
fue hombre de verdad y clarísimo en su vida, que estuvo con el hermano
Francisco en Perusa, en presencia del señor papa Honorio, cuando el
santo pidió la indulgencia de todos los pecados para los que, contritos
y confesados, viniesen al lugar de Santa María de los Angeles (que por
otro nombre se llama Porciúncula) el primer día de las calendas
de agosto, desde las vísperas de dicho día hasta las
vísperas del día siguiente. La cual indulgencia, habiendo sido
tan humilde como eficazmente pedida por el beato Francisco, fue al cabo muy
liberalmente otorgada por el Sumo Pontífice, aunque él mismo dijo
no ser costumbre en la Sede Apostólica conceder tales indulgencias
(...)».
Muertos también ya entonces los
testigos oculares del suceso, se echó de ver la conveniencia de
registrarlo en forma legal y solemne. Al citado testimonio del compañero
de San Francisco, Benito, se agregan otros muchos de obispos, canonistas,
cronistas e historiógrafos.
No todos saben lo que significa una
indulgencia; acaso la mayoría de los católicos lo ignora en
parte. Es la parcial o total remisión de las penas temporales que
expían los pecados en esta o la otra vida, aun después de la
reconciliación entre Cristo y el alma. Anexa va de ordinario a la
indulgencia una obra pía: una limosna para construir iglesias, fundar
instituciones benéficas, cubrir, en suma, el presupuesto de la fe, de la
caridad o del culto. Mas el requisito de la limosna constituye sólo lo
exterior y formal de la práctica; lo esencial e interno estriba en la
firme voluntad y propósito de renunciar al pecado, en la
renovación del espíritu; así lo enseña la Iglesia,
declarando el fruto de la indulgencia plenaria proporcionado a las
disposiciones del alma que aspira a lograrlo, y de cuyo albedrío depende
obtenerlo. Distinguíase la indulgencia del jubileo en que cabía
en éste la absolución hasta de censuras o casos reservados
enormísimos, exceptuándose la herejía y conmutación
de votos, privilegio guardado sólo para los jubileos magnos.
Esto eran espiritualmente las indulgencias;
socialmente podemos considerarlas como una manifestación internacional
de mayor influencia para el adelanto de los pueblos que nuestras modernas
Exposiciones. Difícil es que hoy nos formemos cabal idea de lo que
significaba en la Edad Media un jubileo. Abría la Iglesia la fuente de
sus gracias a las naciones sedientas, y especialmente a las milicias de la
Cruz, aún más pródigas de su sangre que Roma de sus
espirituales tesoros. Fueron acaso las indulgencias uno de los medios
más potentes de civilización que empleó la gran
civilizadora del orbe. Por ellas se comunicaban gentes de remotas comarcas, se
establecía comercio activo, se roturaban vías de
comunicación y se colgaban puentes sobre los abismos de los senderos de
atajo. Por ellas tomaba la cruz el magnate, dejando la ociosidad de su
castillo; al paso que con su espada combatía en Oriente, abarcaba su
inteligencia nuevos horizontes, y traía en su pupila, al regresar, la
luz de aquellas misteriosas comarcas. Con el producto de las indulgencias se
edificaban hospitales y hospicios, comprándose además el
cáliz y el humilde ornato del templo rural; el dinero bendecido se
multiplicaba, bastando para innumerables buenas obras, que sólo puede
contar Dios.
Del entusiasmo que en el alma del pueblo
despertaban las indulgencias podemos juzgar por las crónicas que
refieren el gran acontecimiento que, estremeciendo hasta las últimas
fibras de la conciencia de Dante, dio por resultado la Divina Comedia.
«El 22 de febrero de 1300 -escribe Ozanam-, publicó el Papa
Bonifacio VIII las indulgencias del jubileo para todos los romeros que
verdaderamente arrepentidos visitasen por espacio de quince días las
basílicas de los Santos Apóstoles». Conmovió el
anuncio del perdón a toda la cristiandad. Cruzaron las puertas de Roma
hasta treinta mil personas cada día; llegaban así de las salvajes
estepas de Ucrania y Tartaria, o de las frías montañas de Iliria,
como de las floridas vegas valencianas y cordobesas, llevando los hijos en
parihuelas a sus ancianos padres, las mujeres a sus hijos colgados del seno, y
siendo las mozas sostenidas por sus hermanos; acampaban en las calles,
dormían en los pórticos, comían en el regazo,
bebían de las fuentes públicas; el número de romeros se
calculó en dos millones. Tan deseadas eran las indulgencias, que aquel
gran jubileo se impuso en algún modo a la Iglesia por un plebiscito: el
pueblo recordaba tradicionalmente el jubileo de cien años antes, y
exigía otro para comenzar el nuevo siglo.
Puede inferirse de aquí cuál
sería el concurso a la indulgencia del valle de Asís, gratuita y
como ninguna popular. Allí afluían cientos de miles de
peregrinos, caravana patriarcal como la de las tribus de Israel en los primeros
días de su éxodo: niños, mujeres, familias, aldeas
enteras, cobijadas en un seto, bajo de un risco, por todos los rincones del
venturoso valle. El jubileo determinaba una suspensión de discordias y
luchas: la tregua de Dios. Sitiado Asís en cierta
ocasión por las tropas de Perusa, el segundo día de Agosto se
interrumpió el ataque, y los Menores perusinos pudieron entrar en la
villa para obtener la indulgencia. A despecho de la providencia de Gregorio XV,
que hizo extensivo el jubileo de la Porciúncula a todas las iglesias
franciscanas del mundo, no menguó la concurrencia a la pequeña
población de Asís.
Con respecto a la fecha de la
concesión de esta gran indulgencia hay algunas dudas;
ateniéndonos a las indagaciones de fray Pánfilo de Magliano,
autor reciente y escrupuloso en materias cronológicas, la
concesión de la indulgencia corresponde al año 1216, a enero de
1217 la determinación de la misma, y a las siguientes calendas de agosto
la solemne publicación y congregación de la Porciúncula
por siete obispos.
La víspera del solemne día
llamaba a los fieles la Campana de la Predicación, una de las más
antiguas y la que tocaba a la indulgencia; se cubría el campo de toldos
y enramadas, que hacían fresca sombra, protegiendo contra los calores de
agosto, y convidando a ello la hermosura de las noches, acampaban al raso los
peregrinos. Al lucir el nuevo sol se verificaba la ceremonia de la
absolución, descrita por el divino poeta, bajo el velo de misteriosa y
bella alegoría, en el canto IX del Purgatorio (vv. 94-132):
Llega el pecador a una puerta recóndita, a la cual conducen tres
escalones, de blanco y pulimentado mármol el primero; de una piedra
sombría, ruda y calcinada el segundo; el tercero de un pórfido de
sangriento color. Son las tres condiciones de la penitencia: confesión
sincera, contrición, satisfacción. El ángel, imagen del
sacerdote, está sentado en lo alto; tiene en la mano la espada, con la
cual toca la frente de los pecadores, al modo que el penitenciario hiere con su
varita la cabeza de los peregrinos, que ve de hinojos delante. Empuña el
ángel dos llaves, una de oro, otra de plata, símbolos de la
autoridad y ciencia sacerdotales; ha recibido ambas de San Pedro; significan el
ejercicio de una prerrogativa pontifical. Arrójase a sus pies el
pecador, golpeándose tres veces el pecho, y pidiendo misericordia; el
rito mismo de la confesión sacramental.
Al abrirse así con las sacras llaves
las puertas del cielo, oleadas de bienaventuranza descendían sobre la
Porciúncula, una especie de resplandor bañaba sus humildes muros,
y en la serena noche del primer día de agosto los frailes en
éxtasis veían revolotear por las naves blanca paloma; sobre el
altar se aparecía la Madre Virgen, teniendo en su regazo al Niño,
cuyas manecitas extendidas bendecían el recinto de paz, según la
visión atribuida a fray Conrado de Ofida. Más tarde, para cubrir
aquellas murallas toscas y resguardarlas como estuche precioso o joya
inestimable, veremos alzarse, por el majestuoso plano de Vignola, las tres
soberbias naves y gran rotonda de la Porciúncula actual. Acaso flota
aún en su clara atmósfera el aroma de las rosas que abrieron sus
cálices puros al contacto de un cuerpo más puro
todavía.
[Emilia Pardo Bazán,
San Francisco de Asís.
Segunda parte. Madrid, Ed. Pueyo, 1941, págs. 27-39] |
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