Tuesday, July 11, 2017

ECCLESIAM SUAM - 2ª Parte


ECCLESIAM SUAM (SEGUNDA PARTE DEL BLOG ANTERIOR)

Queridos hermanos,

Por considerarlo relevante a lo que estamos viviendo con el MANDATO de Kiko y el P. Mario, con sumo agrado comparto con ustedes esta segunda parte del blog anterior sobre la encíclica del Sumo Pontífice, Pablo VI. Es impresionante como este Papa enfoca los temas más importantes sobre los que es bueno reflexionar antes de salir a predicar de dos en dos. Incluye el tema de los hermanos separados. (Nosotros hemos encontrado que más del 50 por ciento de los hogares que visitamos en el territorio que nos fue asignado eran hermanos separados). Por supuesto que esto me hace pensar que no he podido continuar enviando los temas sobre Apologética Católica. Prometo hacerlo en cuanto tenga un poco de mas tiempo para equipar a los hermanos con apología que vale la pena tener en mente como respaldo a nuestra posición como católicos (universales). Los dejo con la segunda parte de la encíclica del Papa Pablo VI. Repito el Link para los que prefieren bajar la encíclica completa a sus computadoras. Aunque más de alguno me escribió que el Link no les funciona. Yo lo volví a probar y me salió que esta bueno…

REF: http://w2.vatican.va/content/paul-vi/es/encyclicals/documents/hf_p-vi_enc_06081964_ecclesiam.html

[SIGUE]

… De esta iluminada y operante conciencia brota un espontáneo deseo de comparar la imagen ideal de la Iglesia —tal como Cristo la vio, la quiso y la amó como Esposa suya santa e inmaculada(4)— y el rostro real que hoy la Iglesia presenta, fiel, por una parte, con la gracia divina, a las líneas que su divino Fundador le imprimió y que el Espíritu Santo vivificó y desarrolló durante los siglos en forma más amplia y más conforme al concepto inicial, y por otra, a la índole de la humanidad que iba ella evangelizando e incorporando; pero jamás suficientemente perfecto, jamás suficientemente bello, jamás suficientemente santo y luminoso como lo quería aquel divino concepto animador. Brota, por lo tanto, un anhelo generoso y casi impaciente de renovación, es decir, de enmienda de los defectos que denuncia y refleja la conciencia, a modo de examen interior frente el espejo del modelo que Cristo nos dejó de sí. El segundo pensamiento, pues, que ocupa nuestro espíritu y que quisiéramos manifestaros, a fin de encontrar no sólo mayor aliento para emprender las debidas reformas, sino también para hallar en vuestra adhesión el consejo y apoyo en tan delicada y difícil empresa, es el ver cuál es el deber presente de la Iglesia en corregir los defectos de los propios miembros y hacerles tender a mayor perfección y cuál es el método mejor para llegar con prudencia a tan gran renovación.

Nuestro tercer pensamiento, y ciertamente también vuestro, nacido de los dos primeros ya enunciados, es el de las relaciones que actualmente debe la Iglesia establecer con el mundo que la rodea y en medio del cual ella vive y trabaja. Una parte de este mundo, como todos saben, ha recibido profundamente el influjo del cristianismo y se lo ha asimilado íntimamente —por más que con demasiada frecuencia no se dé cuenta de que al cristianismo debe sus mejores cosas—, pero luego se ha ido separando y distanciando en estos últimos siglos del tronco cristiano de su civilización. Otra parte, la mayor de este mundo, se extiende por los ilimitados horizontes de los llamados pueblos nuevos. Pero todo este conjunto es un mundo que ofrece a la Iglesia, no una, sino cien maneras de posibles contactos: abiertos y fáciles algunos, delicados y complejos otros; hostiles y refractarios a un amistoso coloquio, por desgracia, son hoy muchísimos. Preséntase, pues, el problema llamado del diálogo entre la Iglesia y el mundo moderno. Problema éste que corresponde al Concilio describir en su extensión y complejidad, y resolverlo, cuanto posible sea, en los mejores términos. Pero su presencia, su urgencia son tales que constituyen un verdadero peso en nuestro espíritu, un estímulo, una vocación casi, que para Nos mismo y para vosotros, Hermanos —que por igual, sin duda, habéis experimentado este tormento apostólico—, quisiéramos aclarar en alguna manera, casi como preparándonos para las discusiones y deliberaciones que en el Concilio todos juntos creamos necesario examinar en materia tan grave y multiforme.

CONSTANTE E ILIMITADO CELO POR LA PAZ

4. Vosotros mismos advertiréis, sin duda, que este sumario esquema de nuestra encíclica no va a emprender el estudio de temas urgentes y graves que interesan no sólo a la Iglesia, sino a la humanidad, como la paz entre los pueblos y clases sociales, la miseria y el hambre que todavía afligen a pueblos enteros, el acceso de las naciones jóvenes a la independencia y al progreso civil, las corrientes del pensamiento moderno y la cultura cristiana, las condiciones desgraciadas de tanta gente y de tantas porciones de la Iglesia a quienes se niegan los derechos propios de ciudadanos libres y de personas humanas, los problemas morales sobre la natalidad y muchos otros más.

Ya desde ahora decimos que nos sentiremos particularmente obligados a volver no sólo nuestra vigilante y cordial atención al grande y universal problema de la paz en el mundo, sino también el interés más asiduo y eficaz. Ciertamente lo haremos dentro del ámbito de nuestro ministerio, extraño por lo mismo a todo interés puramente temporal y a las formas propiamente políticas, pero con toda solicitud de contribuir a la educación de la humanidad en los sentimientos y procedimientos contrarios a todo conflicto violento y homicida y favorables a todo pacífico arreglo, civilizado y racional, de las relaciones entre las naciones. Solicitud nuestra será igualmente apoyar la armónica convivencia y la fructuosa colaboración entre los pueblos con la proclamación de los principios humanos superiores que puedan ayudar a suavizar los egoísmos y las pasiones —fuente de donde brotan los conflictos bélicos—. Y no dejaremos de intervenir donde se nos ofrezca la oportunidad para ayudar a las partes contendientes a encontrar honorables y fraternas soluciones. No olvidamos, en efecto, que este amoroso servicio es un deber que la maduración de las doctrinas, por una parte, y de las instituciones internacionales, por otra, hace hoy más urgente teniendo presente que nuestra misión cristiana en el mundo es la de hacer hermanos a los hombres en virtud del reino de la justicia y de la paz inaugurando con la venida de Cristo al mundo. Mas si ahora nos limitamos a algunas consideraciones de carácter metodológico para la vida propia de la Iglesia, no nos olvidamos de aquellos grandes problemas —a algunos de los cuales el Concilio dedicará su atención—, mientras que Nos esperamos poder hacerlos objeto de estudio y de acción en el sucesivo ejercicio de nuestro ministerio apostólico, según que al Señor le pluguiere darnos inspiración y fuerza para ello.

5. Pensamos que la Iglesia tiene actualmente la obligación de ahondar en la conciencia que ella ha de tener de sí misma, en el tesoro de verdad del que es heredera y depositaria y en la misión que ella debe cumplir en el mundo. Aun antes de proponerse el estudio de cualquier cuestión particular, y aun antes de considerar la actitud que haya de adoptar en relación al mundo que la rodea, la Iglesia debe en este momento reflexionar sobre sí misma para confirmarse en la ciencia de los planes de Dios sobre ella, para volver a encontrar mayor luz, nueva energía y mejor gozo en el cumplimiento de su propia misión y para determinar los mejores medios que hagan más cercanos, operantes y benéficos sus contactos con la humanidad a la cual ella misma pertenece, aunque se distinga de aquella por caracteres propios e inconfundibles.

Creemos, en efecto, que este acto de reflexión recae sobre la manera misma escogida por Dios para manifestarse a los hombres y para establecer con ellos aquellas relaciones religiosas de las que la Iglesia es al mismo tiempo instrumento y expresión. Porque si bien es verdad que la divina revelación se ha llevado a cabo de muchas y diversas maneras(5), con hechos históricos exteriores e incontestables, ella, sin embargo, se ha introducido en la vida humana por las vías propias de la palabra y de la gracia de Dios, que se comunica interiormente a las almas mediante la predicación del mensaje de la salvación y mediante el consiguiente acto de fe, que está al principio de nuestra justificación.

LA VIGILANCIA DE LOS FIELES SEGUIDORES DEL SEÑOR

6. Quisiéramos que esta reflexión sobre el origen y sobre la naturaleza de la relación nueva y vital, que la religión de Cristo establece entre Dios y el hombre asumiese el sentido de un acto de docilidad a la palabra del divino Maestro dirigida a sus oyentes, y especialmente a sus discípulos, entre los cuales Nos mismo, con toda razón, nos complacemos en contarnos. Entre tantas otras, escogeremos una de las más graves y repetidas recomendaciones hechas por el Señor y válida todavía hoy para quien quiera profesarse fiel seguidor suyo: la de la vigilancia. Es verdad que este aviso del Maestro se refiere principalmente al destino último del hombre, próximo o lejano en el tiempo. Mas precisamente porque esta vigilancia debe estar siempre presente y operante en la conciencia del siervo fiel, es la determinante de su conducta moral, práctica y actual, que debe caracterizar al cristiano en el mundo. La amonestación a la vigilancia viene intimada por el Señor aun en orden a los hechos próximos y cercanos, es decir, a los peligros y a las tentaciones que pueden hacer que la conducta del hombre decaiga y se desvíe (6). Así es fácil descubrir en el Evangelio una continua invitación a la rectitud del pensamiento y de la acción. Por ventura ¿no se refería a ella la predicación del Precursor, con la que se abre la escena pública del Evangelio? Y Jesucristo mismo, ¿no ha invitado a acoger interiormente el reino de Dios (7)? Toda su pedagogía, ¿no es una exhortación, una iniciación a la interioridad? La conciencia psicológica y la conciencia moral están llamadas por Cristo a una plenitud simultánea, casi como condición para recibir, según conviene al hombre, los dones divinos de la verdad y de la gracia. Y la conciencia del discípulo luego se tornará en recuerdo (8) de cuanto Jesús había enseñado y de cuanto a su alrededor había sucedido, y se desenvolverá y se precisará comprendiendo mejor quién era El y de qué cosa había sido Maestro y autor.

El nacimiento de la Iglesia y el surgir de su conciencia profética son los dos hechos característicos y coincidentes de Pentecostés, y juntos irán progresando: la Iglesia, en su organización y en su desarrollo jerárquico y comunitario; la conciencia de la propia vocación, de la propia misteriosa naturaleza, de la propia doctrina, de la propia misión acompañará gradualmente tal desarrollo, según el deseo formulado por San Pablo: Y por esto ruego que vuestra caridad crezca más y más en conocimiento y en plenitud de discreción(9).

"CREDO, DOMINE!"

7. Podríamos expresar de otra manera esta nuestra invitación, que dirigimos tanto a las almas de aquellos que quieran acogerla —a cada uno de vosotros, en consecuencia, Venerables Hermanos, y a aquellos que con vosotros están en nuestra y en vuestra escuela— como también a la entera congregatio fidelium colectivamente considerada, que es la Iglesia. Podríamos, pues, invitar a todos a realizar un vivo, profundo y consciente acto de fe en Jesucristo, Nuestro Señor. Deberíamos caracterizar este momento de nuestra vida religiosa con esta profesión de fe, firme y convencida, pero siempre humilde y temblorosa, semejante a la que leemos en el Evangelio hecha por el ciego de nacimiento, a quien Jesucristo con bondad igual a su potencia había abierto los ojos: ¡Creo, Señor!(10), o también a la de Marta, en el mismo Evangelio: Sí, Señor, yo he creído que Tú eres el Mesías, Hijo de Dios vivo, que ha venido a este mundo(11), o bien a aquella otra, para Nos tan dulce, de Simón, que luego fue llamado Pedro: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo(12).

Y ¿por qué nos atrevemos a invitaros a este acto de conciencia eclesial, a este acto de fe explícito, bien que interior?
Creemos que hay muchos motivos, derivados todos ellos de las exigencias profundas y esenciales del momento particular en que se encuentra la vida de la Iglesia.

VIVIR LA PROPIA VOCACIÓN

8. Ella tiene necesidad de reflexionar sobre sí misma; tiene necesidad de sentir su propia vida. Debe aprender a conocerse mejor a sí misma, si quiere vivir su propia vocación y ofrecer al mundo su mensaje de fraternidad y salvación. Tiene necesidad de experimentar a Cristo en sí misma, según las palabras del apóstol Pablo: Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones(13). Todos saben cómo la Iglesia está inmersa en la humanidad, forma parte de ella; de ella saca a sus miembros, de ella extrae preciosos tesoros de cultura, y sufre sus vicisitudes históricas como también contribuye a sus éxitos. Ahora bien; todos saben por igual que la humanidad en este tiempo está en vía de grandes transformaciones, trastornos y desarrollos que cambian profundamente no sólo sus formas exteriores de vida, sino también sus modos de pensar. Su pensamiento, su cultura, su espíritu se han modificado íntimamente, ya por el progreso científico, técnico y social, ya por las corrientes del pensamiento filosófico y político que la invaden y atraviesan. Todo ello, como las olas de un mar, envuelve y sacude a la Iglesia misma; los espíritus de los hombres que a ella se confían están fuertemente influidos por el clima del mundo temporal; de tal manera que un peligro como de vértigo, de aturdimiento, de extravío, puede sacudir su misma solidez e inducir a muchos a aceptar los más extraños pensamientos, como si la Iglesia tuviera que renegar de sí misma y abrazar novísimas e impensadas formas de vida. Así, por ejemplo, el fenómeno modernista —que todavía aflora en diversas tentativas de expresiones extrañas a la auténtica realidad de la religión católica—, ¿no fue precisamente un episodio de un parecido predominio de las tendencias psicológico-culturales, propias del mundo profano, sobre la fiel y genuina expresión de la doctrina y de la norma de la Iglesia de Cristo? Ahora bien; creemos que para inmunizarse contra tal peligro, siempre inminente y múltiple, que procede de muchas partes, el remedio bueno y obvio es el profundizar en la conciencia de la Iglesia, sobre lo que ella es verdaderamente, según la mente de Cristo conservada en la Escritura y en la Tradición, e interpretada y desarrollada por la genuina enseñanza eclesiástica, la cual está, como sabemos, iluminada y guiada por el Espíritu Santo, dispuesto siempre, cuando se lo pedimos y cuando le escuchamos, a dar indefectible cumplimiento a la promesa de Cristo: El Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ese os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho(14).

LA CONCIENCIA EN LA MENTALIDAD MODERNA

9. Análogo razonamiento podríamos hacer sobre los errores que se introducen aun dentro de la Iglesia misma, en los que caen los que tienen un conocimiento parcial de su naturaleza y de su misión, sin tener en cuenta suficientemente los documentos de la revelación divina y las enseñanzas del magisterio instituido por Cristo mismo.

Por lo demás, esta necesidad de considerar las cosas conocidas en un acto reflejo para contemplarlas en el espejo interior del propio espíritu, es característico de la mentalidad del hombre moderno; su pensamiento se inclina fácilmente sobre sí mismo y sólo entonces goza de certeza y plenitud, cuando se ilumina en su propia conciencia. No es que esta costumbre se halle exenta de peligros graves —ciertas corrientes filosóficas de gran renombre han explorado y engrandecido esta forma de actividad espiritual del hombre como definitiva y suprema, más aún, como medida y fuente de la realidad, llevando así el pensamiento a conclusiones abstrusas, desoladas, paradójicas y radicalmente falaces—; pero esto no impide que la educación en la búsqueda de la verdad reflejada en lo interior de la conciencia sea por sí altamente apreciable y hoy prácticamente difundida como expresión singular de la moderna cultura; como tampoco impide que, bien coordinada con la formación del pensamiento para descubrir la verdad donde ésta coincide con la realidad del ser objetivo, el ejercicio de la conciencia revele siempre mejor, a quien lo realiza, el hecho de la existencia del propio ser, de la propia dignidad espiritual, de la propia capacidad de conocer y de obrar.

DESDE EL CONCILIO DE TRENTO HASTA LAS ENCÍCLICAS
DE NUESTROS TIEMPOS

10. Bien sabido es, además, cómo la Iglesia, en esto últimos tiempos, ha comenzado, por obra de insignes investigadores, de almas grandes y reflexivas, de escuelas teológicas calificadas, de movimientos pastorales y misioneros, de notables experiencias religiosas, pero principalmente por obra de memorables enseñanzas pontificias, a conocerse mejor a sí misma.

Muy largo sería aun tan sólo el mencionar toda la abundancia de la literatura teológica que tiene por objeto a la Iglesia y que ha brotado de su seno en el siglo pasado y en el nuestro; como también sería muy largo recordar los documentos que el Episcopado católico y esta Sede Apostólica han publicado sobre tema de tanta amplitud y de tanta importancia. Desde que el Concilio de Trento trató de reparar las consecuencias de la crisis que arrancó de la Iglesia, muchos de sus miembros en el siglo XVI, la doctrina sobre la Iglesia misma tuvo grandes cultivadores y, en consecuencia, grandes desarrollos. Bástenos aquí aludir a las enseñanzas del Concilio Ecuménico Vaticano I en esta materia para comprender cómo el tema del estudio sobre la Iglesia obliga no sólo a los Pastores y Maestros, sino también a los fieles mismos y a los cristianos todos, a detenerse en él, como en una estación obligada en el camino hacia Cristo y toda su obra; tanto que, como ya dijimos, el Concilio Ecuménico Vaticano II no es sino una continuación y un complemento del primero, precisamente por el empeño que tiene de volver a examinar y definir la doctrina de la Iglesia. Y si no añadimos más, por amor de la brevedad, y por dirigirnos a quien conoce muy bien esta materia de la catequesis y de la espiritualidad tan difundidas hoy en la santa Iglesia, no podemos, sin embargo, dejar de mencionar con particular recuerdo dos documentos: nos referimos a la Encíclica Satis cognitum, del Papa León XIII(15), y a la Mystici Corporis del Papa Pío XII(16), documentos que nos ofrecen amplia y luminosa doctrina sobre la divina institución por medio de la que Cristo continúa en el mundo su obra de salvación y sobre la cual versa ahora nuestra exposición. Baste recordar las palabras con que se abre el segundo de tales documentos pontificios, que ha llegado a ser, puede decirse, texto muy autorizado acerca de la teología sobre la Iglesia y muy fecundo en espirituales meditaciones sobre esta obra de la divina misericordia que a todos nos concierne. Y así, es muy a propósito recordar ahora las magistrales palabras de nuestro gran Predecesor:

La doctrina sobre el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia, recibida primeramente de labios del mismo Redentor por la que aparece en su propia luz el gran beneficio, nunca suficientemente alabado, de nuestra estrechísima unión con tan excelsa Cabeza, es, en verdad, de tal índole que, por su excelencia y dignidad, invita a su contemplación a todos y cada uno de los hombres movidos por el Espíritu divino, e ilustrando sus mentes los mueve en sumo grado a la ejecución de aquellas obras saludables que están en armonía con sus mandamientos(17).

LA CIENCIA SOBRE EL CUERPO MÍSTICO

11. Para corresponder a esta invitación, que consideramos todavía operante en nuestros espíritus, y de tal modo que expresa una de las necesidades fundamentales de la vida de la Iglesia en nuestro tiempo, la proponemos también aun hoy, a fin de que, ilustrados cada vez mejor con el conocimiento del mismo Cuerpo Místico, sepamos apreciar sus divinos significados, fortaleciendo así nuestro espíritu con incomparables alientos y procurando prepararnos cada vez mejor para corresponder a los deberes de nuestra misión y a las necesidades de la humanidad.

Y no nos parece tarea difícil cuando, por una parte vemos, como decíamos, una inmensa floración de estudios que tienen por objeto la santa Iglesia, y, por otra, sabemos que sobre ella principalmente ha fijado su mirada el Concilio Ecuménico Vaticano II. Deseamos tributar un vivo elogio a los hombres de estudio que, particularmente en estos últimos años, han dedicado al estudio eclesiológico con perfecta docilidad al magisterio católico y con genial aptitud de investigación y de expresión, fatigosos, largos y fructuosos trabajos, y que así en las escuelas teológicas como en la discusión científica y literaria, así en la apología y divulgación doctrinal como también en la asistencia espiritual a las almas de los fieles y en la conversación con los hermanos separados han ofrecido múltiples aclaraciones sobre la doctrina de la Iglesia, algunas de las cuales son de alto valor y de gran utilidad.

Por ello confiamos que la labor del Concilio será asistida con la luz del Espíritu Santo y será continuada y llevada a feliz termino con tal docilidad a sus divinas inspiraciones, con tal tesón en la investigación más profunda e integral del pensamiento originario de Cristo y de sus necesarias y legítimas evoluciones en el correr de los tiempos, con tal solicitud por hacer de la verdad divina argumento para unir —no ya para dividir— los ánimos en estériles discusiones o dolorosas escisiones, sino para conducirlos a una mayor claridad y concordia, de donde resulte gloria de Dios, gozo en la Iglesia y edificación para el mundo.

LA VID Y LOS SARMIENTOS

12. De propósito nos abstenemos de pronunciar en esta encíclica sentencia alguna nuestra sobre los puntos doctrinales relativos a la Iglesia, porque se encuentran sometidos al examen del mismo Concilio en curso, que estamos llamados a presidir. Queremos dejar ahora a tan elevada y autorizada asamblea libertad de estudio y de palabra, reservando a nuestro apostólico oficio de maestro y de pastor, puesto a la cabeza de la Iglesia de Dios, el momento de expresar nuestro juicio, contentísimos si podemos ofrecerlo en nuestra plena conformidad con el de los Padres conciliares.

Pero no podemos omitir una rápida alusión a los frutos que Nos esperamos que se derivarán, ya del Concilio mismo, ya del esfuerzo antes mencionado que la Iglesia debe realizar para adquirir una conciencia más plena y más fuerte de sí misma. Estos frutos son los objetivos que señalamos a nuestro ministerio apostólico, cuando iniciamos sus dulces y enormes fatigas; son el programa, por decirlo así, de nuestro Pontificado, y a vosotros, Venerables Hermanos, os lo exponemos brevemente, pero con sinceridad, para que nos ayudéis gustosos a llevarlo a la práctica, con vuestro consejo, vuestra adhesión y vuestra colaboración. Juzgamos que al abriros nuestro ánimo se lo abrimos a todos los fieles de la Iglesia de Dios y aun a los mismos a quienes, más allá de los abiertos confines del redil de Cristo, pueda llegar el eco de nuestra voz.

El primer fruto de la conciencia profundizada de la Iglesia sobre sí misma es el renovado descubrimiento de su vital relación con Cristo. Cosa conocidísima, pero fundamental, indispensable y nunca bastante sabida, meditada y exaltada. ¿Qué no debería decirse acerca de este capítulo central de todo nuestro patrimonio religioso? Afortunadamente vosotros ya conocéis bien esta doctrina. Y Nos no añadiremos una sola palabra si no es para recomendaros la tengáis siempre presente como la principal guía en vuestra vida espiritual y en vuestra predicación.

Valga más que la nuestra la exhortación de nuestro mencionado Predecesor en la citada encíclica Mystici Corporis: Es menester que nos acostumbremos a ver en la Iglesia al mismo Cristo. Porque Cristo es quien vive en su Iglesia, quien por medio de ella enseña, gobierna y confiere la santidad; Cristo es también quien de varios modos se manifiesta en sus diversos miembros sociales(18).

¡Oh, cómo nos agradaría detenernos con las reminiscencias que de la Sagrada Escritura, de los Padres, de los Doctores y de los Santos afluyen a nuestro espíritu, al pensar de nuevo en este luminoso punto de nuestra fe! ¿No nos ha dicho Jesús mismo que El es la vid y nosotros los sarmientos?(19) ¿No tenemos ante nuestra mente toda la riquísima doctrina de San Pablo, quien no cesa de recordarnos: Vosotros sois uno en Cristo Jesús,(20) y de recomendarnos que... crezcamos en El en todos sentidos, en El que es la Cabeza, Cristo, por quien vive todo el cuerpo...(21) y de amonestarnos... todas las cosas y en todos Cristo(22). Nos baste, por todos, recordar entre los maestros a San Agustín: ... alegrémonos y demos gracias, porque hemos sido hechos no sólo cristianos, sino Cristo. ¿Entendéis, os dais cuenta, hermanos, del favor que Dios nos ha hecho? admiraos, gozaos, hemos sido hechos Cristo. Pues si El es Cabeza, nosotros somos sus miembros; el hombre total El y nosotros... la plenitud, pues, de Cristo, la Cabeza y los miembros. ¿Qué es Cabeza y miembros? Cristo y la Iglesia(23).

LA IGLESIA ES MISTERIO

13. Sabemos muy bien que esto es un misterio. Es el misterio de la Iglesia. Y si nosotros, con la ayuda de Dios, fijamos la mirada del ánimo en este misterio, conseguiremos muchos beneficios espirituales, precisamente aquellos de los cuales creemos que ahora la Iglesia tiene mayor necesidad. La presencia de Cristo, más aún, su misma vida se hará operante en cada una de las almas y en el conjunto del Cuerpo Místico, mediante el ejercicio de la fe viva y vivificante, según la palabra del Apóstol: Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones(24). Y realmente la conciencia del misterio de la Iglesia es un hecho de fe madura y vivida. Produce en las almas aquel sentir de la Iglesia que penetra al cristiano educado en la escuela de la divina palabra, alimentado por la gracia de los Sacramentos y por las inefables inspiraciones del Paráclito, animado a la práctica de las virtudes evangélicas, empapado en la cultura y en la conversación de la comunidad eclesial y profundamente alegre al sentirse revestido con aquel sacerdocio real que es propio del pueblo de Dios(25). El misterio de la Iglesia no es un mero objeto de conocimiento teológico, ha de ser un hecho vivido, del cual el alma fiel aun antes que un claro concepto puede tener una casi connatural experiencia; y la comunidad de los creyentes puede hallar la íntima certeza en su participación en el Cuerpo Místico de Cristo, cuando se da cuenta de que es el ministerio de la Jerarquía eclesiástica el que por divina institución provee a iniciarla, a engendrarla(26), a instruirla, a santificarla, a dirigirla, de tal modo que mediante este bendito canal Cristo difunde en sus místicos miembros las admirables comunicaciones de su verdad y de su gracia, y da a su Cuerpo Místico, mientras peregrina en el tiempo, su visible estructura, su noble unidad, su orgánica funcionalidad, su armónica variedad y su belleza espiritual. No hay imágenes capaces de traducir en conceptos a nosotros accesibles la realidad y la profundidad de este misterio; pero de una especialmente —después de la mencionada del Cuerpo Místico, sugerida por el apóstol Pablo— debemos conservar el recuerdo, porque el mismo Cristo la sugirió, y es la del edificio del cual El es el arquitecto y el constructor, fundado, sí, sobre un hombre naturalmente frágil, pero transformado por El milagrosamente en sólida roca, es decir, dotado de prodigiosa y perenne indefectibilidad: Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia(27).

PEDAGOGÍA DEL BAUTIZADO

13 b. Si logramos despertar en nosotros mismos y educar en los fieles, con profunda y vigilante pedagogía, este fortificante sentido de la Iglesia, muchas antinomias que hoy fatigan el pensamiento de los estudiosos de la eclesiología —cómo, por ejemplo, la Iglesia es visible y a la vez espiritual, cómo es libre y al mismo tiempo disciplinada, cómo es comunitaria y jerárquica, cómo siendo ya santa, siempre está en vías de santificación, cómo es contemplativa y activa, y así en otras cosas— serán prácticamente dominadas y resueltas en la experiencia, iluminada por la doctrina, por la realidad viviente de la Iglesia misma; pero, sobre todo, logrará ella un resultado, muy importante, el de una magnífica espiritualidad, alimentada por la piadosa lectura de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y Doctores de la Iglesia, y con cuanto contribuye a suscitar en ella esa conciencia. Nos referimos a la catequesis cuidadosa y sistemática, a la participación en la admirable escuela de palabras, de signos y de divinas efusiones que es la sagrada liturgia, a la meditación silenciosa y ardiente de las verdades divinas y, finalmente, a la entrega generosa a la oración contemplativa. La vida interior sigue siendo como el gran manantial de la espiritualidad de la Iglesia, su modo peculiar de recibir las irradiaciones del Espíritu de Cristo, expresión radical insustituíble de su actividad religiosa y social e inviolable defensa y renaciente energía de su difícil contacto con el mundo profano.

Es necesario volver a dar toda su importancia al hecho de haber recibido el santo bautismo, es decir, de haber sido injertado, mediante tal sacramento, en el Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia. Y esto especialmente en la valoración consciente que el bautizado debe tener de su elevación, más aún, de su regeneración a la felicísima realidad de hijo adoptivo de Dios, a la dignidad de hermano de Cristo; a la suerte, queremos decir, a la gracia y al gozo de la inhabitación del Espíritu Santo, a la vocación de una vida nueva, que nada ha perdido de humano, salvo la desgracia del pecado original, y que es capaz de dar las mejores manifestaciones y probar los más ricos y puros frutos de todo los que es humano. El ser cristiano, el haber recibido el santo bautismo, no debe ser considerado como cosa indiferente o sin valor, sino que debe marcar profunda y felizmente la conciencia de todo bautizado; debe ser, en verdad, considerado por él —como lo fue por los cristianos antiguos— una iluminación que, haciendo caer sobre él el vivificante rayo de la verdad divina, le abre el cielo, le esclarece la vida terrenal, le capacita a caminar como hijo de la luz hacia la visión de Dios, fuente de eterna felicidad.
Fácil es comprender qué programa pone delante de nosotros y de nuestro ministerio esta consideración, y Nos gozamos al observar que está ya en vías de ejecución en toda la Iglesia y promovido con iluminado y ardiente celo. Nos los recomendamos, Nos lo bendecimos.

14. Nos embarga, además, el deseo de que la Iglesia de Dios sea como Cristo la quiere, una, santa, enteramente consagrada a la perfección a la cual El la ha llamado y para la cual la ha preparado. Perfecta en su concepción ideal, en el pensamiento divino, la Iglesia debe tender a la perfección en su expresión real, en su existencia terrenal. Tal es el gran problema moral que domina la vida entera de la Iglesia, el que da su medida, el que la estimula, la acucia, la sostiene, la llena de gemidos y de súplicas, de arrepentimiento y de esperanza, de esfuerzo y de confianza, de responsabilidades y de méritos. Es un problema inherente a las realidades teológicas de las que depende la vida humana; no se puede concebir el juicio sobre el hombre mismo, sobre su naturaleza, sobre su perfección originaria y sobre las ruinosas consecuencias del pecado original, sobre la capacidad del hombre para el bien y sobre la ayuda que necesita para desearlo y realizarlo, sobre el sentido de la vida presente y de su finalidad, sobre los valores que el hombre desea o de los que dispone, sobre el criterio de perfección y de santidad y sobre los medios y los modos de dar a la vida su grado más alto de belleza y plenitud, sin referirse a la enseñanza doctrinal de Cristo y del consiguiente magisterio eclesiástico. El ansia de conocer los caminos del Señor es y debe ser continua en la Iglesia, y Nos querríamos que la discusión, siempre tan fecunda y variada, que sobre las cuestiones relativas a la perfección se va sosteniendo de siglo en siglo, aun dentro del seno de la Iglesia, recobrase el interés supremo que merece tener; y esto, no tanto para elaborar nuevas teorías cuanto para despertar nuevas energías, encaminadas precisamente hacia la santidad que Cristo nos enseñó y que con su ejemplo, con su palabra, con su gracia, con su escuela, sostenida por la tradición eclesiástica, fortificada con su acción comunitaria, ilustrada por las singulares figuras de los Santos, nos hace posible conocerla, desearla y aun conseguirla.

DIALÉCTICA DE AUTÉNTICA SABIDURÍA

32. En el diálogo se descubre cuán diversos son los caminos que conducen a la luz de la fe y cómo es posible hacer que converjan a un mismo fin. Aun siendo divergentes, pueden llegar a ser complementarios, empujando nuestro razonamiento fuera de los senderos comunes y obligándolo a profundizar en sus investigaciones y a renovar sus expresiones. La dialéctica de este ejercicio de pensamiento y de paciencia nos hará descubrir elementos de verdad aun en las opiniones ajenas, nos obligará a expresar con gran lealtad nuestra enseñanza y nos dará mérito por el trabajo de haberlo expuesto a las objeciones y a la lenta asimilación de los demás. Nos hará sabios, nos hará maestros.

Y ¿cuál es el modo que tiene de desarrollarse?
Muchas son las formas del diálogo de la salvación. Obedece a exigencias prácticas, escoge medios aptos, no se liga a vanos apriorismos, no se petrifica en expresiones inmóviles, cuando éstas ya han perdido la capacidad de hablar y mover a los hombres. Esto plantea un gran problema: el de la conexión de la misión de la Iglesia con la vida de los hombres en un determinado tiempo, en un determinado sitio, en una determinada cultura y en una determinada situación social.

¿CÓMO ATRAER A LOS HERMANOS, SALVA LA INTEGRIDAD DE LA VERDAD?

33. ¿Hasta qué punto debe la Iglesia acomodarse a las circunstancias históricas y locales en que desarrolla su misión? ¿Cómo debe precaverse del peligro de un relativismo que llegue a afectar su fidelidad dogmática y moral? Pero ¿cómo hacerse al mismo tiempo capaz de acercarse a todos para salvarlos a todos, según el ejemplo del Apóstol: Me hago todo para todos, a fin de salvar a todos?(58).

Desde fuera no se salva al mundo. Como el Verbo de Dios que se ha hecho hombre, hace falta hasta cierto punto hacerse una misma cosa con las formas de vida de aquellos a quienes se quiere llevar el mensaje de Cristo; hace falta compartir —sin que medie distancia de privilegios o diafragma de lenguaje incomprensible— las costumbres comunes, con tal que sean humanas y honestas, sobre todo las de los más pequeños, si queremos ser escuchados y comprendidos. Hace falta, aun antes de hablar, escuchar la voz, más aún, el corazón del hombre, comprenderlo y respetarlo en la medida de lo posible y, donde lo merezca, secundarlo. Hace falta hacerse hermanos de los hombres en el mismo hecho con el que queremos ser sus pastores, padres y maestros. El clima del diálogo es la amistad. Más todavía, el servicio. Hemos de recordar todo esto y esforzarnos por practicarlo según el ejemplo y el precepto que Cristo nos dejó(59).

Pero subsiste el peligro. El arte del apostolado es arriesgado. La solicitud por acercarse a los hermanos no debe traducirse en una atenuación o en una disminución de la verdad. nuestro diálogo no puede ser una debilidad frente al deber con nuestra fe. El apostolado no puede transigir con una especie de compromiso ambiguo respecto a los principios de pensamiento y de acción que han de señalar nuestra cristiana profesión. El irenismo y el sincretismo son en el fondo formas de escepticismo respecto a la fuerza y al contenido de la palabra de Dios que queremos predicar. Sólo el que es totalmente fiel a la doctrina de Cristo puede ser eficazmente apóstol. Y sólo el que vive con plenitud la vocación cristiana puede estar inmunizado contra el contagio de los errores con los que se pone en contacto.

INSUSTITUIBLE SUPREMACÍA DE LA PREDICACIÓN

34. Creemos que la voz del Concilio, al tratar las cuestiones relativas a la Iglesia que ejerce su actividad en el mundo moderno, indicará algunos criterios teóricos y prácticos que sirvan de guía para conducir como es debido nuestro diálogo con los hombres de nuestro tiempo. E igualmente pensamos que, tratándose de cuestiones que por un lado tocan a la misión propiamente apostólica de la Iglesia y atendiendo, por otro, a las diversas y variables circunstancias en las cuáles ésta se desarrolla, será tarea del gobierno prudente y eficaz de la Iglesia misma trazar de vez en cuando límites, formas y caminos a fin de que siempre se mantenga animado un diálogo vivaz y benéfico.

Por ello dejamos este tema para limitarnos a recordar una vez más la gran importancia que la predicación cristiana conserva y adquiere, sobre todo hoy, en el cuadro del apostolado católico, es decir, en lo que ahora nos toca, en el diálogo. Ninguna forma de difusión del pensamiento, aun elevado técnicamente por medio de la prensa y de los medios audiovisivos a una extraordinaria eficacia, puede sustituir la predicación. Apostolado y predicación en cierto sentido son equivalentes. La predicación es el primer apostolado. El nuestro, Venerables Hermanos, antes que nada es ministerio de la Palabra. Nosotros sabemos muy bien estas cosas, pero nos parece que conviene recordárnosla ahora, a nosotros mismos, para dar a nuestra acción pastoral la justa dirección. Debemos volver al estudio no ya de la elocuencia humana o de la retórica vana, sino al genuino arte de la palabra sagrada.

Debemos buscar las leyes de su sencillez, de su claridad, de su fuerza y de su autoridad para vencer la natural ineptitud en el empleo de un instrumento espiritual tan alto y misterioso como la palabra, y para competir noblemente con todos los que hoy tienen un influjo amplísimo con la palabra mediante el acceso a las tribunas de la pública opinión. Debemos pedir al Señor el grave y embriagador carisma de la palabra(60), para ser dignos de dar a la fe su principio eficaz y práctico(61), y de hacer llegar nuestro mensaje hasta los confines de la tierra(62). Que las prescripciones de la Constitución conciliar De sacra Liturgia sobre el ministerio de la palabra encuentren en nosotros celosos y hábiles ejecutores. Y que la catequesis al pueblo cristiano y a cuantos sea posible ofrecerla resulte siempre práctica en el lenguaje y experta en el método, asidua en el ejercicio, avalada por el testimonio de verdaderas virtudes, ávida de progresar y de llevar a los oyentes a la seguridad de la fe, a la intuición de la coincidencia entre la Palabra divina y la vida, y a los albores del Dios vivo.

Debemos, finalmente, señalar a aquellos a quienes se dirige nuestro diálogo. Pero no queremos anticipar, ni siquiera en este aspecto, la voz del Concilio. Resonará, Dios mediante, dentro de poco. Hablando, en general, sobre esta actitud de interlocutora, que la Iglesia debe hoy adoptar con renovado fervor, queremos sencillamente indicar que ha de estar dispuesta a sostener el diálogo con todos los hombres de buena voluntad, dentro y fuera de su propio ámbito.

¿CON QUIÉNES DIALOGAR?

35. Nadie es extraño a su corazón. Nadie es indiferente a su ministerio. Nadie le es enemigo, a no ser que él mismo quiera serlo. No sin razón se llama católica, no sin razón tiene el encargo de promover en el mundo la unidad, el amor y la paz.

La Iglesia no ignora la gravísima responsabilidad de tal misión; conoce la desproporción que señalan las estadísticas entre lo que ella es y la población de la tierra; conoce los límites de sus fuerzas, conoce hasta sus propias debilidades humanas, sus propios fallos, sabe también que la buena acogida del Evangelio no depende, en fin de cuentas de algún esfuerzo apostólico suyo o de alguna favorable circunstancia de orden temporal: la fe es un don de Dios y Dios señala en el mundo las línea y las horas de su salvación. Pero la Iglesia sabe que es semilla, que es fermento, que es sal y luz del mundo. La Iglesia comprende bien la asombrosa novedad del tiempo moderno; mas con cándida confianza se asoma a los caminos de la historia y dice a los hombres: Yo tengo lo que vais buscando, lo que os falta. Con esto no promete la felicidad terrena, sino que ofrece algo —su luz y su gracia— para conseguirla del mejor modo posible y habla a los hombres de su destino trascendente. Y mientras tanto les habla de verdad, de justicia, de libertad, de progreso, de concordia, de paz, de civilización. Palabras son éstas, cuyo secreto conoce la Iglesia, puesto que Cristo se lo ha confiado. Y por eso la Iglesia tiene un mensaje para cada categoría de personas: lo tiene para los niños, lo tiene para la juventud, para los hombres científicos e intelectuales, lo tiene para el mundo del trabajo y para las clases sociales, lo tiene para los artistas, para los políticos y gobernantes, lo tiene especialmente para los pobres, para los desheredados, para los que sufren, incluso para los que mueren. Para todos.

Podrá parecer que hablando así nos dejamos llevar por el entusiasmo de nuestra misión y que no cuidamos el considerar las posiciones concretas en que la humanidad se halla situada con relación a la Iglesia católica. Pero no es así, porque vemos muy bien cuáles son esas posturas concretas, y para dar una idea sumaria de ellas creemos poder clasificarlas a manera de círculos concéntricos alrededor del centro en que la mano de Dios nos ha colocado.

PRIMER CÍRCULO: TODO LO QUE ES HUMANO

36. Hay un primer círculo, inmenso, cuyos límites no alcanzamos a ver; se confunden con el horizonte: son los límites que circunscriben la humanidad en cuanto tal, el mundo. Medimos la distancia que lo tiene alejado de nosotros, pero no lo sentimos extraño. Todo lo que es humano tiene que ver con nosotros. Tenemos en común con toda la humanidad la naturaleza, es decir, la vida con todos sus dones, con todos sus problemas: estamos dispuestos a compartir con los demás esta primera universalidad; a aceptar las profundas exigencias de sus necesidades fundamentales, a aplaudir todas las afirmaciones nuevas y a veces sublimes de su genio. Y tenemos verdades morales, vitales, que debemos poner en evidencia y corroborar en la conciencia humana, pues tan benéficas son para todos. Dondequiera que hay un hombre que busca comprenderse a sí mismo y al mundo, podemos estar en comunicación con él; dondequiera que se reúnen los pueblos para establecer los derechos y deberes del hombre, nos sentimos honrados cuando nos permiten sentarnos junto a ellos. Si existe en el hombre un anima naturaliter christiana, queremos honrarla con nuestra estima y con nuestro diálogo. Podríamos recordar a nosotros mismos y a todos cómo nuestra actitud es, por un lado, totalmente desinteresada —no tenemos ninguna mira política o temporal— y cómo, por otro, está dispuesta a aceptar, es decir, a elevar al nivel sobrenatural y cristiano, todo honesto valor humano y terrenal; no somos la civilización, pero sí promotores de ella.

NEGACIÓN DE DIOS: OBSTÁCULO PARA EL DIÁLOGO

37. Sabemos, sin embargo, que en este círculo sin confines hay muchos, por desgracia muchísimos, que no profesan ninguna religión; sabemos incluso que muchos, en las formas más diversas, se profesan ateos. Y sabemos que hay algunos que abiertamente alardean de su impiedad y la sostienen como programa de educación humana y de conducta política, en la ingenua pero fatal convicción de liberar al hombre de viejos y falsos conceptos de la vida y del mundo para sustituirlos, según dicen, por una concepción científica y conforme a las exigencias del progreso moderno.

Este es el fenómeno más grave de nuestro tiempo. Estamos firmemente convencidos de que la teoría en que se funda la negación de Dios es fundamentalmente equivocada: no responde a las exigencias últimas e inderogables del pensamiento, priva al orden racional del mundo de sus bases auténticas y fecundas, introduce en la vida humana no una fórmula que todo lo resuelve, sino un dogma ciego que la degrada y la entristece y destruye en su misma raíz todo sistema social que sobre ese concepto pretende fundarse. No es una liberación, sino un drama que intenta apagar la luz del Dios vivo. Por eso, mirando al interés supremo de la verdad, resistiremos con todas nuestras fuerzas a esta avasalladora negación, por el compromiso sacrosanto adquirido con la confesión fidelísima de Cristo y de su Evangelio, por el amor apasionado e irrenunciable al destino de la humanidad, y con la esperanza invencible de que el hombre moderno sepa todavía encontrar en la concepción religiosa, que le ofrece el catolicismo, su vocación a una civilización que no muere, sino que siempre progresa hacia la perfección natural y sobrenatural del espíritu humano, al que la gracia de Dios ha capacitado para el pacífico y honesto goce de los bienes temporales y le ha abierto a la esperanza de los bienes eternos.

Estas son las razones que nos obligan, como han obligado a nuestros Predecesores —y con ellos a cuantos estiman los valores religiosos— a condenar los sistemas ideológicos que niegan a Dios y oprimen a la Iglesia, sistemas identificados frecuentemente con regímenes económicos, sociales y políticos, y entre ellos especialmente el comunismo ateo. Pudiera decirse que su condena no nace de nuestra parte; es el sistema mismo y los regímenes que lo personifican los que crean contra nosotros una radical oposición de ideas y opresión de hechos. Nuestra reprobación es en realidad, un lamento de víctimas más bien que una sentencia de jueces.

VIGILANTE AMOR, AÚN EN EL SILENCIO

38. La hipótesis de un diálogo se hace muy difícil en tales condiciones, por no decir imposible, a pesar de que en nuestro ánimo no existe hoy todavía ninguna exclusión preconcebida hacia las personas que profesan dichos sistemas y se adhieren a esos regímenes. Para quien ama la verdad, la discusión es siempre posible. Pero obstáculos de índole moral acrecientan enormemente las dificultades, por la falta de suficiente libertad de juicio y de acción y por el abuso dialéctico de la palabra, no encaminada precisamente hacia la búsqueda y la expresión de la verdad objetiva, sino puesta al servicio de finalidades utilitarias, de antemano establecidas.

Esta es la razón por la que el diálogo calla. La Iglesia del Silencio, por ejemplo, calla, hablando únicamente con su sufrimiento, al que se une una sociedad oprimida y envilecida donde los derechos del espíritu quedan atropellados por los del que dispone de su suerte. Y aunque nuestro discurso se abriera en tal estado de cosas, ¿cómo podría ofrecer un diálogo mientras se viera reducido a ser una voz que grita en el desierto(63)? El silencio, el grito, la paciencia y siempre el amor son en tal caso el testimonio que aún hoy puede dar la Iglesia y que ni siquiera la muerte puede sofocar.

Pero, aunque la afirmación y la defensa de la religión y de los valores humanos que ella proclama y sostiene debe ser firme y franca, no por ello renunciamos a la reflexión pastoral, cuando tratamos de descubrir en el íntimo espíritu del ateo moderno los motivos de su perturbación y de su negación. Descubrimos que son complejos y múltiples, tanto que nos vemos obligados a ser cautos al juzgarlos y más eficaces al refutarlos; vemos que nacen a veces de la exigencia de una presentación más alta y más pura del mundo divino, superior a la que tal vez ha prevalecido en ciertas formas imperfectas de lenguaje y de culto, formas que deberíamos esforzarnos por hacer lo más puras y transparentes posible para que expresaran mejor lo sagrado de que son signo. Los vemos invadidos por el ansia, llena de pasión y de utopía, pero frecuentemente también generosa, de un sueño de justicia y de progreso, en busca de objetivos sociales divinizados que sustituyen al Absoluto y Necesario, objetivos que denuncian la insoslayable necesidad de un Principio y Fin divino cuya trascendencia e inmanencia tocará a nuestro paciente y sabio magisterio descubrir. Los vemos valerse, a veces con ingenuo entusiasmo, de un recurso riguroso a la racionalidad humana, en su intento de ofrecer una concepción científica del universo; recurso tanto menos discutible cuanto más se funda en los caminos lógicos del pensamiento que no se diferencian generalmente de los de nuestra escuela clásica, y arrastrado contra la voluntad de los mismos que piensan encontrar en él un arma inexpugnable para su ateísmo por su intrínseca validez, arrastrado, decimos,  a proceder hacia una nueva y final afirmación, tanto metafísica como lógica, del sumo Dios. ¿No se encontrará entre nosotros el hombre capaz de ayudar a este incoercible proceso del pensamiento —que el ateo-político-científico detiene deliberadamente en un punto determinado, apagando la luz suprema de la comprensibilidad del universo— a que desemboque en aquella concepción de la realidad objetiva del universo cósmico, que introduce de nuevo en el espíritu el sentido de la Presencia divina, y en los labios las humildes y balbucientes sílabas de una feliz oración? Los vemos también a veces movidos por nobles sentimientos, asqueados de la mediocridad y del egoísmo de tantos ambientes sociales contemporáneos, más hábiles para sacar de nuestro Evangelio formas y lenguaje de solidaridad y de compasión humana. ¿No llegaremos a ser capaces algún día de hacer que se vuelvan a sus manantiales —que son cristianos— estas expresiones de valores morales?

Recordando, por eso, cuanto escribió nuestro Predecesor, de v.m., el Papa Juan XXIII, en su encíclica Pacem in terris, es decir, que las doctrinas de tales movimientos, una vez elaboradas y definidas, siguen siendo siempre idénticas a sí mismas, pero que los movimientos como tales no pueden menos de desarrollarse y de sufrir cambios, incluso profundos(64), no perdemos la esperanza de que puedan un día abrir con la Iglesia otro diálogo positivo, distinto del actual que suscita nuestra queja y nuestro obligado lamento.

DIÁLOGO, POR LA PAZ

39. Pero no podemos apartar nuestra mirada del panorama del mundo contemporáneo sin expresar un deseo halagüeño, y es que nuestro propósito de cultivar y perfeccionar nuestro diálogo, con los variados y mudables aspectos que él presenta, ya de por sí, pueda ayudar a la causa de la paz entre los hombres; como método que trata de regular las relaciones humanas a la noble luz del lenguaje razonable y sincero, y como contribución de experiencia y de sabiduría que puede reavivar en todos la consideración de los valores supremos. La apertura de un diálogo —tal como debe ser el nuestro— desinteresado, objetivo y leal, ya decide por sí misma en favor de una paz libre y honrosa; excluye fingimientos, rivalidades, engaños y traiciones; no puede menos de denunciar, como delito y como ruina, la guerra de agresión, de conquista o de predominio, y no puede dejar de extenderse desde las relaciones más altas de las naciones a las propias del cuerpo de las naciones mismas y a las bases tanto sociales como familiares e individuales, para difundir en todas las instituciones y en todos los espíritus el sentido, el gusto y el deber de la paz.

SEGUNDO CÍRCULO: LOS QUE CREEN EN DIOS

40. Luego, en torno a Nos, vemos dibujarse otro círculo, también inmenso, pero menos lejano de nosotros: es, antes que nada, el de los hombres que adoran al Dios único y supremo, al mismo que nosotros adoramos; aludimos a los hijos del pueblo hebreo, dignos de nuestro afectuoso respeto, fieles a la religión que nosotros llamamos del Antiguo Testamento; y luego a los adoradores de Dios según concepción de la religión monoteísta, especialmente de la musulmana, merecedores de admiración por todo lo que en su culto a Dios hay de verdadero y de bueno; y después todavía también a los seguidores de las grandes religiones afroasiáticas. Evidentemente no podemos compartir estas variadas expresiones religiosas ni podemos quedar indiferentes, como si todas, a su modo, fuesen equivalentes y como si autorizasen a sus fieles a no buscar si Dios mismo ha revelado una forma exenta de todo error, perfecta y definitiva, con la que El quiere ser conocido, amado y servido; al contrario, por deber de lealtad, hemos de manifestar nuestra persuasión de que la verdadera religión es única, y que esa es la religión cristiana; y alimentar la esperanza de que como tal llegue a ser reconocida por todos los que verdaderamente buscan y adoran a Dios.

Pero no queremos negar nuestro respetuoso reconocimiento a los valores espirituales y morales de las diversas confesiones religiosas no cristianas; queremos promover y defender con ellas los ideales que pueden ser comunes en el campo de la liberad religiosa, de la hermandad humana, de la buena cultura, de la beneficencia social y del orden civil. En orden a estos comunes ideales, un diálogo por nuestra parte es posible y no dejaremos de ofrecerlo doquier que con recíproco y leal respeto sea aceptado con benevolencia.

TERCER CÍRCULO: LOS CRISTIANOS, HERMANOS SEPARADOS

41. Y aquí se nos presenta el círculo más cercano a Nos en el mundo: el de los que llevan el nombre de Cristo. En este campo el diálogo que ha alcanzado la calificación de ecuménico ya está abierto; más aún: en algunos sectores se encuentra en fase de inicial y positivo desarrollo. Mucho cabría decir sobre este tema tan complejo y tan delicado, pero nuestro discurso no termina aquí. Se limita por ahora a unas pocas indicaciones, ya conocidas. Con gusto hacemos nuestro el principio: pongamos en evidencia, ante todo tema, lo que nos es común, antes de insistir en lo que nos divide. Este es un tema bueno y fecundo para nuestro diálogo. Estamos dispuestos a continuarlo cordialmente. Diremos más: que en tantos puntos diferenciales, relativos a la tradición, a la espiritualidad, a las leyes canónicas, al culto, estamos dispuestos a estudiar cómo secundar los legítimos deseos de los Hermanos cristianos, todavía separados de nosotros. Nada más deseable para Nos que el abrazarlos en una perfecta unión de fe y caridad. Pero también hemos de decir que no está en nuestro poder transigir en la integridad de la fe y en las exigencia de la caridad. Entrevemos desconfianza y resistencia en este punto. Pero ahora, que la Iglesia católica ha tomado la iniciativa de volver a reconstruir el único redil de Cristo, no dejará de seguir adelante con toda paciencia y con todo miramiento; no dejará de mostrar cómo las prerrogativas, que mantienen aún separados de ella a los Hermanos, no son fruto de ambición histórica o de caprichosa especulación teológica, sino que se derivan de la voluntad de Cristo y que, entendidas en su verdadero significado, están para beneficio de todos, para la unidad común, para la libertad común, para plenitud cristiana común; la Iglesia católica no dejará de hacerse idónea y merecedora, por la oración y por la penitencia, de la deseada reconciliación.

Un pensamiento a este propósito nos aflige, y es el ver cómo precisamente Nos, promotores de tal reconciliación, somos considerados por muchos Hermanos separados como el obstáculo principal que se opone a ella, a causa del primado de honor y de jurisdicción que Cristo confirió al apóstol Pedro y que Nos hemos heredado de él. ¿No hay quienes sostienen que si se suprimiese el primado del Papa la unificación de las Iglesias separadas con la Iglesia católica sería más fácil? Queremos suplicar a los Hermanos separados que consideren la inconsistencia de esa hipótesis, y no sólo porque sin el Papa la Iglesia católica ya no sería tal, sino porque faltando en la Iglesia de Cristo el oficio pastoral supremo, eficaz y decisivo de Pedro, la unidad ya no existiría, y en vano se intentaría reconstruirla luego con criterios sustitutivos del auténtico establecido por el mismo Cristo: Se formarían tantos cismas en la Iglesia cuantos sacerdotes, escribe acertadamente San Jerónimo(65).

Queremos, además, considerar que este gozne central de la santa Iglesia no pretende constituir una supremacía de orgullo espiritual o de dominio humano sino un primado de servicio, de ministerio y de amor. No es una vana retórica la que al Vicario de Cristo atribuye el título de servus servorum Dei.

En este plano nuestro diálogo siempre está abierto porque, aun antes de entrar en conversaciones fraternas, se abre en coloquios con el Padre celestial en oración y esperanza efusivas.

Con mucho cariño,

Noel y Silvia

Guatemala, C.A.

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