Catequesis
del Papa Juan Pablo II: Salmo 8Share to TwitterShare to WhatsAppShare to
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1.
Al meditar en el Salmo 8, admirable himno de alabanza, se concluye nuestro
largo camino a través de los salmos y de los cánticos que constituyen el alma
de la oración de la Liturgia de Laudes. Durante estas catequesis nuestra
reflexión se ha detenido en 84 oraciones bíblicas, de las que hemos tratado de
destacar en particular su intensidad espiritual, sin descuidar su belleza
poética.
La
Biblia, de hecho, nos invita a comenzar el camino de nuestra jornada con un
canto que no sólo proclame las maravillas realizadas por Dios y nuestra
respuesta de fe, sino que además lo haga «con arte» (Cf. Salmo 46,8), es decir,
de una manera bella, luminosa, dulce y fuerte al mismo tiempo.
Espléndido
como ninguno es el Salmo 8, en el que el hombre, sumergido en la noche, cuando
en la inmensidad del cielo se iluminan la luna y las estrellas (Cf. versículo
4), se siente como un granito de arena en la infinidad y en los espacios
ilimitados que lo envuelven.
2.
En el corazón del Salmo 8, de hecho, emerge una doble experiencia. Por un lado,
la persona humana se siente como aplastada por la grandiosidad de la creación,
«obra de tus dedos» divinos. Esta curiosa expresión sustituye a las «obras de
tus manos» (Cf. versículo 7), como queriendo indicar que el Creador ha trazado
un designio o un bordado con los astros resplandecientes, arrojados en la
inmensidad del cosmos.
Por
otro lado, sin embargo, Dios se inclina sobre el hombre y le corona como si
fuera su virrey: «lo coronaste de gloria y dignidad» (versículo 6). Es más, a
esta criatura tan frágil le confía todo el universo para que pueda conocerlo y
sustentarse (Cf. versículos 7-9).
El
horizonte de la soberanía del hombre sobre las criaturas queda circunscrito, en
una especie de evocación de la página de apertura del Génesis: rebaños,
manadas, animales del campo, aves del cielo y peces del mar son entregados al
hombre para que les dé un nombre (Cf. Génesis 2, 19-20), descubra su realidad
profunda, la respete y la transforme a través del trabajo y se convierta en
fuente de belleza y de vida. El Salmo nos hace conscientes de nuestra grandeza
y de nuestra responsabilidad ante la creación (Cf. Sabiduría 9, 3).
3.
Releyendo el Salmo 8, el autor de la Carta a los Hebreos percibe una
comprensión más profunda del designio de Dios para el hombre. La vocación del
hombre no puede quedar limitada en el actual mundo terreno; al afirmar que Dios
ha puesto «todo» bajo sus pies, el salmista quiere decir que le somete también
«el mundo venidero» (Hebreos 2, 5), «un reino inconmovible » (12, 28). En
definitiva, la vocación del hombre es la «vocación celestial» (3,1). Dios
quiere llevar «a muchos hijos a la gloria» (2, 10). Para que se pudiera
realizar este proyecto divino era necesario que la vocación del hombre
encontrara su primer cumplimiento perfecto en un «pionero» (Cf. Ibídem). Este
pionero es Cristo.
El
autor de la Carta a los Hebreos ha observado en este sentido que las
expresiones del Salmo se aplican a Cristo de manera privilegiada, es decir, más
precisa que para el resto de los hombres. De hecho, en el original el Salmista
utiliza el verbo «rebajar», diciendo a Dios: «Lo rebajaste a los ángeles, lo
coronaste de gloria y dignidad» (Cf. Salmo 8,6; Hebreos 2, 6). Para cualquier
persona este verbo es impropio; los hombres no han sido «rebajados» a los
ángeles, pues nunca han estado por encima de ellos. Sin embargo, en el caso de
Cristo, este verbo es exacto, pues en cuanto Hijo de Dios, él se encontraba por
encima de los ángeles y se hizo inferior al hacerse hombre, después fue
coronado de gloria en su resurrección. De este modo, Cristo cumplió plenamente
la vocación del hombre y la cumplió, precisa el autor, «para bien de todos»
(Hebreos 2, 9).
4.
Desde esta perspectiva, san Ambrosio comenta el Salmo y lo aplica a nosotros.
Comienza con la frase en la que se describe la «coronación» del hombre: «lo
coronaste de gloria y dignidad» (versículo 6). En esa gloria, él vislumbra el
premio que el Señor nos reserva cuando hemos superado la prueba de la
tentación.
Estas
son las palabras del gran padre de la Iglesia en su «Tratado del Evangelio
según San Lucas»: «El Señor ha coronado también de gloria y magnificencia a su
amado. Ese Dios que desea distribuir las coronas, permite las tentaciones: por
ello, cuando seas tentado, recuerda de que te está preparando la corona. Si
descartas el combate de los mártires, descartarás también sus coronas; si
descartas sus suplicios, descartarás también su dicha» (Edición en italiano IV,
41: Saemo 12, pp. 330-333).
Dios
prepara para nosotros esa «corona de justicia» (2 Timoteo 4, 8) con la que
recompensará nuestra fidelidad que le demostramos incluso en los momentos de
tempestad que sacuden nuestro corazón y nuestra mente. Pero en todo momento él
está atento para ver qué es lo que le pasa a su criatura predilecta y quiere
que en ella brille para siempre la «imagen» divina (Cf. Génesis 1, 26) de modo
que sea en el mundo signo de armonía, de luz y de paz.
Audiencia del Miércoles 24 de septiembre del 2003
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