“Estar en el mundo, pero no ser del mundo”: meditación de Cuaresma
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Primera
predicación del P. Raniero Cantalamessa
23
febrero 2018Raniero
CantalamessaUncategorized
El
P. Raniero Cantalamessa © Vatican Media
(ZENIT
– 23 feb. 2018).- El Padre Raniero Cantalamessa, predicador de la
Casa Pontificia, impartió esta mañana su primera predicación
de Cuaresma a partir de la frase: “No os conforméis a la
mentalidad de este mundo”, que se lee en la Carta de San Pablo a
los Romanos (12, 2).
La
charla cuaresmal ha tenido lugar esta mañana, 23 de febrero de 2018,
a las 9 horas, en la Capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico
.
A
continuación, sigue el texto de la predicación del P. Cantalamessa:
«No
os conforméis a la mentalidad de este mundo» (Rom 12,2)
«No
os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la
mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué
es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12,2).
En
una sociedad en la que cada uno se siente investido con la
tarea de transformar el mundo o la Iglesia, cae esta palabra de
Dios que invita a transformarse uno mismo. «No os amoldéis a este
mundo»: después de estas palabras habríamos esperado que se nos
dijera: «¡Pero transformadlo!»; en cambio nos dice: «¡Sino
transformaos!». Transformad, sí, el mundo, pero el mundo que está
dentro de vosotros, antes de creer poder transformar el mundo que
está fuera de vosotros.
Será
esta palabra de Dios, sacada de la Carta a los Romanos, la que nos
introduzca este año en el espíritu de la Cuaresma. Como
desde hace algunos años, dedicamos la primera meditación a una
introducción general a la Cuaresma, sin entrar en el tema específico
del programa, también por la ausencia de parte del auditorio ocupado
en otro lugar en los Ejercicios Espirituales.
1.
Los cristianos y el mundo
Demos
primero una mirada a cómo este ideal del apartamiento del mundo ha
sido comprendido y vivido desde el Evangelio hasta nuestros días.
Conviene tener en cuenta siempre las experiencias del pasado si
se quieren comprender las necesidades del presente.
En
los evangelios sinópticos la palabra «mundo» (kosmos) casi
siempre se entiende en sentido moralmente neutro. Tomado en sentido
espacial,
mundo
indica la tierra y el universo («Id por todo el mundo»); tomado en
sentido temporal,
indica el
tiempo o el «siglo» (aion) presente.
Con Pablo, y más aún con Juan, la palabra «mundo», se carga
de una relevancia moral y
viene a significar, la mayoría de las veces, el mundo como ha
llegado a ser tras el pecado y bajo el dominio de Satanás, «el
Dios de este mundo» (2 Cor 4,4). De ahí la exhortación de Pablo de
la que hemos partido y aquella, casi idéntica, de Juan en
su Primera Carta:
« No
améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no
está en él el amor del Padre. Porque lo que hay en el mundo —la
concupiscencia de la carne, y la concupiscencia de los ojos, y la
arrogancia del dinero—, eso no procede del Padre, sino que procede
del mundo» (1 Jn 2, 15-16).
Todo
esto no conduce nunca a perder de vista que el
mundo en sí mismo, a pesar de todo, es y seguirá
siendo, la realidad buena creada por Dios, que Dios
ama y que ha venido a salvar, no a juzgar: «Porque tanto amó
Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que
cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).
La
actitud hacia el mundo que Jesús propone a sus discípulos está
encerrada en dos preposiciones: estar en
el mundo,
pero no ser del mundo: «Ya
no voy a estar en el mundo —dice dirigido al Padre—; pero
ellos están en
el mundo
[…]. No son del
mundo, como tampoco yo soy del mundo» (Jn 17,11.16).
Durante
los tres primeros siglos, los discípulos se muestran
conscientes de esta posición suya única. La Carta
a Diogneto,
escrito anónimo de final del siglo II, describe así el
sentimiento que los cristianos tenían de sí mismos en el
mundo:
«Los
cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en
que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en
efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito,
ni llevan un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha
sido inventado gracias al talento y especulación de hombres
estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en
autoridad de hombres. Viven en ciudades griegas y bárbaras,
según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes
del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin
embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de
todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros;
toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como
extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están
en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y
engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben.
Tienen la mesa en común, pero no el lecho. Viven en la carne,
pero no según la carne».
Sinteticemos
al máximo la continuación de la historia. Cuando el cristianismo se
convierte en religión tolerada y luego muy pronto protegida y
favorecida, la tensión entre el cristiano y el mundo tiende
inevitablemente a atenuarse, porque el mundo ya se ha convertido, o
al menos es considerado, «un mundo cristiano». Se asiste así a un
doble fenómeno. Por una parte, los grupos de creyentes deseosos de
permanecer como sal de la tierra y no perder el sabor, huyen, también
físicamente, del mundo y se retiran al desierto. Nace el
monacato teniendo como enseña el lema dirigido al monje Arsenio:
«Fuge,
tasce, quiesce»,
«Huye, calla, vive retirado».
Al
mismo tiempo, los pastores de la Iglesia y los espíritus más
iluminados tratan de adaptar el ideal del apartamiento del mundo
a todos los creyentes, proponiendo una huida no material, sino
espiritual del mundo. San Basilio en Oriente y san Agustín en
Occidente conocen el pensamiento de Platón sobre todo en la versión
ascética que había asumido con el discípulo Plotino. En esta
atmósfera cultural estaba vivo el ideal de la fuga del
mundo. Sin embargo, se trataba de una fuga, por así decirlo, en
vertical, no en horizontal, hacia arriba, no hacia el
desierto. Consiste en elevarse por encima de la multiplicidad de
las cosas materiales y las pasiones humanas, para unirse a lo
que es divino, incorruptible y eterno.
Los
Padres de la Iglesia —los capadocios en primera línea—
proponen una ascética cristiana que responde a esta exigencia
religiosa y adopta su lenguaje, sin sacrificar nunca a ella, sin
embargo, los valores propios del Evangelio. Para empezar, la
fuga del mundo inculcada por ellos es obra de la gracia más que del
esfuerzo humano. El acto fundamental no está al final del
camino, sino en su comienzo, en el bautismo. Por eso, no está
reservada a pocos espíritus cultos, sino abierta a todos. San
Ambrosio escribirá un tratadito Sobre
la huida del mundo,
dirigiéndolo a todos los neófitos. La separación del mundo
que él propone es sobre todo afectiva:
«La fuga —dice— no consiste en abandonar la tierra, sino,
permaneciendo en la tierra, en observar la justicia y la sobriedad,
en renunciar a los vicios y no al uso de los alimentos».
Este
ideal de desprendimiento y fuga del mundo acompañará, en formas
diversas, toda la historia de la espiritualidad cristiana. Una
oración de la liturgia lo resume en el lema: «Terrena despicere
et amare caelestia»,
«despreciar las cosas de la tierra y amar las del cielo».
2.
La crisis del ideal de la «fuga mundi»
Las
cosas han cambiado en la época cercana a nosotros. Nosotros hemos
atravesado, a propósito del ideal de la separación del mundo, una
fase «crítica», es decir, un período en que dicho ideal fue
«criticado» y mirado con sospecha. Esta crisis tiene raíces
remotas. Comienza —al menos a nivel teórico— con el humanismo
del renacimiento que produce el auge del interés y entusiasmo, a
veces de matriz paganizante, por los valores mundanos. Pero el factor
determinante de la crisis hay que verlo en el fenómeno de la llamada
«secularización», que comenzó con la Ilustración y alcanzó su
punto álgido en el siglo XX.
El
cambio más evidente se refiere precisamente al concepto de
mundo o de siglo. En toda la historia de la espiritualidad cristiana,
la palabra saeculum,
había tenido una connotación tendencialmente negativa, o al menos
ambigua. Indicaba el tiempo presente sometido al pecado, en oposición
al siglo futuro o a la eternidad. Con el paso de pocas décadas,
cambió de signo, hasta asumir, en los años ‘60 y ‘70, un
significado muy positivo. Algunos títulos de libros que
salieron en aquellos años, como El
significado secular del Evangelio, de
Paul van Buren, y La
ciudad secular, de
Harvey Cox, ponen en evidencia, por sí solos, este significado
nuevo, optimista, de «siglo» y de «secular». Nació una «teología
de la secularización».
Sin
embargo, todo esto ha contribuido a alimentar en algunos un optimismo
exagerado respecto del mundo, que no tiene en cuenta suficientemente
su otra cara: aquella por la que está «bajo el maligno» y se
opone al espíritu de Cristo (cf. Jn 14,17). En un determinado
momento nos hemos dado cuenta de que al ideal tradicional de la fuga
«del» mundo, se había sustituido, en la mente de
muchos (también entre el clero y los religiosos), por el
ideal de una fuga «hacia» el mundo, es decir, una
mundanización.
En
este contexto se escribieron algunas de las cosas más absurdas y
delirantes que jamás se han pasado bajo el nombre de «teología».
La primera de ellas es la idea de que Dios mismo se seculariza
y se mundaniza, cuando se anula como Dios para hacerse
hombre. Estamos ante la llamada «Teología de la muerte de
Dios». Existe también una sana teología de la
secularización en que ésta no es vista como
algo opuesto al Evangelio, sino más bien como un
producto de él. Pero no es ésa la teología de la que estamos
hablando.
Alguien
ha hecho notar que las «teologías de la secularización»
mencionadas no eran otra cosa que un intento apologético tendente «a
proporcionar una justificación ideológica de la indiferencia
religiosa del hombre moderno»; eran también «la
ideología que las Iglesias necesitaban para justificar su creciente
marginación»[1]. Pronto
se hizo claro que estábamos en un callejón sin salida; en pocos
años no se habló ya casi de teología de la secularización y
algunos de sus mismos promotores tomaron distancias.
Como
siempre, tocar el fondo de una crisis es la ocasión para volver
a interrogar a la Palabra de Dios «viva y eterna».
Escuchamos de nuevo, pues, la exhortación de Pablo: «No os
amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la
mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué
es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto».
Para el
Nuevo Testamento, ya sabemos cuál es el mundo al cual no debemos
conformarnos: no el mundo creado y amado por Dios, no los hombres del
mundo a los cuales, al contrario, debemos ir siempre al
encuentro, especialmente los pobres, los últimos, los que
sufren. El «mezclarse» con este mundo del sufrimiento y la
marginación es paradójicamente el mejor modo de «separarse»
del mundo, porque es ir allí, de donde el mundo huye con todas sus
fuerzas. Es separarse del mismo principio que rige el mundo, que es
el egoísmo.
Detengámonos
más bien en el significado de lo que sigue: transformarse renovando
lo íntimo de nuestra mente. Todo en nosotros comienza por la
mente, por el pensamiento. Hay una máxima de sabiduría que
dice:
Supervisa
los pensamientos porque se convierten en palabras.
Supervisa las palabras porque se convierten en acciones.
Supervisa las acciones porque se convierten en costumbres.
Supervisa las costumbres porque se convierten en tu carácter.
Supervisa tu carácter porque se convierte en tu destino.
Supervisa las palabras porque se convierten en acciones.
Supervisa las acciones porque se convierten en costumbres.
Supervisa las costumbres porque se convierten en tu carácter.
Supervisa tu carácter porque se convierte en tu destino.
Antes
que en las obras, el cambio debe realizarse, pues, en el modo de
pensar, es decir, en la fe. En el origen de la mundanización
hay muchas causas, pero la principal es la crisis de fe. En este
sentido, la exhortación del Apóstol no hace más que revitalizar la
de Cristo al comienzo de su Evangelio: «Convertíos y creed»,
¡convertíos, es decir, creed! Cambiad la manera de pensar; dejad de
pensar «según los hombres» y comenzad a pensar «según Dios»
(cf. Mt 16,23).
Tenía
razón san Tomás de Aquino al decir que «la primera conversión se
realiza creyendo»: la prima conversio
fit per fidem.
La
fe es el terreno de enfrentamiento primario entre el cristiano y
el mundo. Por la fe el cristiano ya no es «del» mundo. Cuando leo
las conclusiones que sacan los científicos no creyentes de la
observación del universo, la visión del mundo que nos dan
escritores y cineastas, donde, en el mejor de los casos, Dios es
reducido a un vago y subjetivo sentido del misterio y Jesucristo ni
siquiera es tomado en cuenta, siento que pertenezco,
gracias a la fe, a otro mundo. Experimento la verdad de aquellas
palabras de Jesús: «Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis»
y quedo perplejo al comprobar cómo Jesús ha previsto esta situación
y dado anticipadamente su explicación: «Has ocultado
estas cosas a los sabios y entendidos y se las ha revelado a los
sencillos» (Lc 10,21-23).
Entendido
en sentido moral, el «mundo» es por definición lo que se niega a
creer. El pecado, del que Jesús dice que el Paráclito «convencerá
al mundo», es no haber creído en Él (cf. Jn 16,8-9).
Juan escribe: «Esta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra
fe» (1 Jn 5,4-5). En la carta a los Efesios se lee:
«También vosotros estabais muertos por vuestras culpas y vuestros
pecados, en los cuales un tiempo vivisteis a la manera de este mundo,
siguiendo al príncipe de las potencias del aire, ese Espíritu que
ahora obra en los hombres rebeldes» (Ef 2,1-2). El exégeta Heinrich
Schlier ha hecho un análisis penetrante de este «espíritu
del mundo» considerado por Pablo como el rival directo del «Espíritu
de Dios» (1 Cor 2,12). En él desempeña un papel decisivo
la opinión pública, hoy también literalmente espíritu «que
está en el aire» porque se difunde vía éter.
«Se
determinará —escribe— un espíritu de gran intensidad
histórica, al que el individuo difícilmente puede sustraerse. Nos
atenemos al espíritu general, se considera evidente. Actuar o pensar
o decir algo contra él se considera cosa absurda o incluso una
injusticia o un delito. Entonces ya no se osa ponerse frente a las
cosas y a la situación y sobre todo a la vida de manera diferente a
como las presenta… Su característica es interpretar el mundo y la
existencia humana a su manera».
Es
lo que llamamos «adaptación al espíritu de los tiempos». Actúa
como el vampiro de la leyenda. El vampiro se pega a las personas
que duermen y mientras le chupa su sangre, al mismo tiempo inyecta en
ellas un líquido soporífero que hace que encuentren aún más dulce
el sueño, de modo que aquéllas se sumen cada vez más en el sueño
y este puede chupar toda la sangre que quiere. Pero el mundo es peor
que el vampiro, porque el vampiro no puede adormecer a la presa, sino
que se acerca a los que ya duermen. En cambio, el mundo primero
duerme a las personas y luego les chupa todas sus energías
espirituales, inyectando también una especie de líquido soporífero
que hace encontrar el sueño aún más dulce.
El
remedio en esta situación es que alguien nos grite al oído:
«¡Despierta!». Es lo que hace la palabra de Dios en muchas
ocasiones y que la liturgia de la Iglesia nos hace volver a escuchar
puntualmente al inicio de la Cuaresma: «Despierta tú que duermes»
(Ef 5,14); «¡Es tiempo de despertarse del sueño!» (Rom 13,11).
3.
Pasa la escena de este mundo
Pero
interroguémonos por el motivo por el que el cristiano no debe
ajustarse al mundo. No es de naturaleza ontológica, sino
escatológica. No se deben tomar las distancias del mundo
porque la materia es intrínsecamente mala y enemiga del
espíritu, como pensaban los platónicos y algunos escritores
influenciados por ellos, sino porque, como dice la Escritura, «pasa
la escena de este mundo» (1 Cor 7,31); «el mundo pasa con su
concupiscencia, pero quien hace la voluntad de Dios permanece
para siempre» (1 Jn 2,17).
Basta detenerse
un instante y mirar alrededor para darse cuenta de la verdad de estas
palabras. Ocurre en la vida como en la pantalla de televisión:
los programas, las llamadas parrillas, se suceden
rápidamente y cada uno borra al anterior. La pantalla sigue siendo
la misma, pero los programas y las imágenes cambian. Eso
sucede con nosotros: el mundo permanece, pero nosotros nos vamos uno
detrás de otro. De todos los nombres, los rostros, las noticias que
llenan los periódicos y los telediarios de hoy —de todos nosotros—
¿qué quedará de aquí a unos años o décadas? Nada de nada.
Pensemos
en qué quedan los mitos de hace 40 años y qué quedará dentro de
40 años de los mitos y las celebridades de hoy. «Sucederá —se
lee en Isaías— como cuando un hambriento sueña con comer, como
cuando un sediento sueña beber, pero se despierta cansado, con la
garganta seca» (Is 29,8). ¿Qué son riquezas, salud, gloria, si no
un sueño que se desvanece al despuntar el día? Un pobre, decía
san Agustín, una noche tiene un sueño precioso. Sueña que le
cae encima una herencia ingente. Durante el sueño se ve revestido
de espléndidos vestidos, rodeado de oro y plata, poseedor de campos
y viñas; en su orgullo desprecia al propio padre y finge no
reconocerlo… Pero se despierta por la mañana y se
descubre tal como se había dormido.
«Desnudo salí
del vientre de mi madre, y desnudo volveré», dice Job (Job
1,21). Ocurrirá lo mismo a los millonarios de hoy con su
dinero y a los poderosos que hoy hacen temblar al mundo con su
poder. El hombre, visto fuera de la fe, no es más que «un
dibujo creado por la ola en la playa del mar a la que borra la ola
posterior ».
Hoy
hay un nuevo marco en que es particularmente necesario no
ajustarse a este mundo: las imágenes. Los antiguos habían acuñado
el lema: «Ayunar del mundo» (nesteuein
tou kosmou);
hoy se debería entender en el sentido de ayunar de las imágenes
del mundo. Hubo un tiempo en que el ayuno de alimentos y bebidas era
considerado el más eficaz y necesario. Ya no es así. Hoy se
ayuna por muchos otros motivos: sobre todo para mantener la línea.
Ningún alimento, dice la Escritura, es en sí mismo impuro, mientras
que muchas imágenes lo son. Se han convertido en uno de los
vehículos privilegiados con los que el mundo difunde su
antievangelio. Un himno de la cuaresma exhorta:
Utamur ergo parcius
Utilicemos parcamente
Verbis, cibis et potibus, palabras, alimentos y bebidas.
Somno, iocis et arctius sueño y recreo.
Perstemus en custodia. Estemos más atentos en custodiar los sentidos.
Verbis, cibis et potibus, palabras, alimentos y bebidas.
Somno, iocis et arctius sueño y recreo.
Perstemus en custodia. Estemos más atentos en custodiar los sentidos.
A
la lista de las cosas que hay que usar parcamente —palabras,
alimentos, bebidas y sueño— habría que añadir, las imágenes.
Entre las cosas que vienen del mundo y no del Padre, junto a la
concupiscencia de la carne y la soberbia de la vida, san Juan pone
significativamente «la concupiscencia de los ojos» (1 Jn 2,16).
Recordemos cómo cayó el rey David… lo que le ocurrió
mirando en la terraza de la casa de al lado, pasa hoy a menudo
abriendo algunos sitios en Internet.
Si en
algún momento nos sentimos turbados por imágenes impuras, sea por
imprudencia propia, sea por la invasión del mundo que caza a la
fuerza sus imágenes en los ojos de la gente, imitemos lo que
hicieron en el desierto los judíos que eran mordidos por serpientes.
En lugar de perdernos en estériles lamentos, o buscar excusas en
nuestra soledad y en la incomprensión de los demás, miremos a
un Crucifijo o vayamos ante el Santísimo. «Como Moisés
levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea
levantado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga
vida eterna» (Jn 3,15). Que el remedio pase por donde ha
pasado el veneno, es decir por los ojos.
Con
estos propósitos sugeridos por la palabra de san Pablo a los
Romanos, y sobre todo con la gracia de Dios, comenzamos, Venerables
padres, hermanos y hermanas, nuestra preparación a la Santa
Pascua. Hacer Pascua, decía san Agustín, significa «pasar de este
mundo al Padre» (Jn 13,1), es decir, ¡pasar a lo que no
pasa! Es necesario pasar desde
el mundo
para no pasar con
el mundo.
Buena y santa Cuaresma.
©Traducción
del original italiano Pablo Cervera Barranco
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