El Cantar de los
cantares es un canto sublime al amor del hombre y la mujer, como reflejo,
imagen y signo del amor de Dios a los hombres. Es un cancionero de bodas, que
canta la belleza de la esposa y del esposo, y la alegría de su amor. Lo que
canta no es ciertamente el amor erótico de un encuentro ocasional, sino el amor
permanente, "más fuerte que la muerte", el amor matrimonial con todos sus encantos y todas
las peripecias cotidianas de un amor para siempre y sin vuelta atrás posible.
Este amor es el
que se hace signo e imagen del amor de Dios. Es así realmente como el Dios vivo
ama a su pueblo y como Israel conoce y recibe a su Señor: con esta novedad, con
este asombro, con este vigor insólito, como en el primer día de la creación,
como el día del Mar Rojo, de Pascua o del Bautismo. Lo mismo que nadie se
instala en el amor verdadero, tampoco hay rutina en la vida ante el Dios vivo.
Todo es nuevo, renovado sin cesar. Se comprende que el pueblo del éxodo y del
destierro nos haya transmitido este cántico de amor nunca rutinario y siempre
joven. ¡Así es como ama el Dios de la alianza, con esa pasión, con esa
impaciencia y con ese gozo!
El amor, en toda
su belleza, como lo presenta el Cantar, es una invitación a un amor matrimonial
plenamente humano, reflejo del amor de Dios, símbolo del amor de Cristo, que lo
hace posible, pues tal amor sólo se puede vivir iluminado y fundado en el único
amor perfecto: "Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es
amor" (1Jn 4,8). Y Dios, al principio, "creó al hombre a imagen suya,
a imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó" (Gén 1,27).
"Llamando al hombre a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo
tiempo al amor. Dios, al crear al hombre a su imagen, inscribe en la humanidad
del hombre y de la mujer la vocación del amor y de la comunión"
(Familiaris consortio 11). "Dios es unidad en la comunión. El hombre y la
mujer, creados como unidad de los dos, reflejan en el mundo la comunión
de amor que se da en Dios. Solamente así se hace comprensible la verdad de que
Dios es amor (1Jn 4,16)" (Mulieris dignitatem 7). Juan Pablo II, hablando
de la familia, concluye: "No hay en este mundo otra imagen más perfecta,
más completa de lo que es Dios: unidad, comunión. No hay otra realidad humana
que corresponda mejor al misterio de Dios". El hombre y la mujer unidos en
una sola carne son el sacramento primordial de Dios, reflejo del amor
trinitario y del amor incondicional de Dios al hombre. Es la imagen de Dios,
creada por el mismo.
Los profetas, boca
de Dios, nos iluminan el misterio del amor de Dios, presentando su amor con el
símbolo del amor del hombre y la mujer. El matrimonio es el signo e imagen de
la alianza de Dios con su pueblo. Dios es el esposo que ama a Israel con un
amor nupcial. En su experiencia conyugal, el profeta Oseas descubre y
manifiesta el misterio del amor esponsal de Dios e Israel. El matrimonio de
Oseas se ha convertido en signo e imagen de la alianza de Dios con su pueblo.
El amor inquebrantable de Oseas a Gomer es un gesto elocuente del amor
de Dios a Israel.
Este simbolismo
nupcial del amor de Dios para con su pueblo lo repiten Jeremías, Ezequiel e
Isaías. El esposo del Cantar se identifica con Yahveh que se dirige a su esposa
Israel. El Cantar evoca la historia de las relaciones de Dios con su pueblo
orientada hacia el día de la salvación. La cautividad de Babilonia, la
liberación y el retorno a la tierra constituyen el trasfondo del Cantar, que
canta lo anunciado por los profetas: "Me desposaré contigo para
siempre" (Os 2,21); "lo mismo que un joven se casa con su novia,
también tu creador se casará contigo. Y el gozo del esposo por la esposa lo
sentirá tu Dios contigo" (Is 62,15), "Yahveh crea una novedad en la
tierra: la mujer abraza al varón" (Jr 31,22).
Después de la
visión inicial de la Escritura, que muestra al hombre y a la mujer en la
belleza de su ser y de su encuentro, el Génesis evoca la ruptura entre el
hombre y Dios y, consiguientemente, entre el hombre y la mujer. La bondad
original se tiñe de violencia. El engaño, astucias, infidelidades y violencias
marcan la relación del hombre y la mujer. Este amor, con su marca de miedo, de
deseo de dominio, necesita una salvación que lo recree, lo devuelva a lo que
era en el designio de Dios. La alianza, vivida por Israel con sus infidelidades,
llega a su plenitud en Jesucristo, donde se da la recreación del "principio".
En el Cantar se vislumbra al Mesías que viene a Sión. Jesucristo, con el don
del Espíritu, renueva el corazón duro del hombre, para que pueda vivir el amor
indisoluble con Dios y entre el hombre y la mujer, sacramento del amor de Dios.
El símbolo llega a
su plenitud en el Nuevo Testamento. Lo mismo que Dios, al principio, conduce la
mujer al hombre, en la plenitud de los tiempos, une a su Hijo con la Iglesia,
su esposa, haciendo de ella su cuerpo. Cristo, nuevo Adán, tiene una esposa, la
comunidad cristiana. El matrimonio es presentado por San Pablo como sacramento
del amor de Cristo a la Iglesia (2Cor 11,2-3; Ef 5,25-27). Cristo renueva a la
Iglesia y la prepara para las bodas definitivas en la escatología (Ap 19,7-8;
21,2-9; 22,17). El simbolismo esponsal, aplicado a la alianza de Cristo con la
Iglesia, llena todo el Evangelio. El Reino de Dios se describe bajo la alegoría
de las bodas o como banquete que prepara el rey para su hijo.[1][1] En el Nuevo Testamento
el mismo término gamos, no designa directamente el matrimonio humano,
sino más bien las bodas escatológicas de Cristo y los rescatados.
Como hay un amor
carnal, llamado eros, y quien ama según él siembra en la carne (Gál
6,8), así existe también un amor espiritual, llamado agape, y el hombre
interior, al amar según él, siembra en el espíritu (Gál 6,8). El portador de la
imagen del hombre terreno, según el hombre exterior, se mueve por el deseo y el
amor terrenos; en cambio, el portador de la imagen del hombre celeste (1Cor
15,49) según el hombre interior se mueve por el amor celeste. Este amor viene
de Dios, que es amor (1Jn 4,7-8); se ha manifestado en Jesucristo, que dice:
"Salí del Padre y vine a estar en el mundo" (Jn 16,27s). Si este
"amor permanece en nosotros, Dios permanece en nosotros" (1Jn 4,12),
según la palabra del mismo Señor: "El Padre y yo vendremos a él y haremos
morada en él" (Jn 14,23).
Y como Dios es
amor y el Hijo, que procede de Dios, es también amor, está exigiendo en
nosotros algo semejante, de modo que nos unamos a El con una especie de
parentesco, de afinidad por amor, haciéndonos un solo espíritu con Cristo, como
esposo y esposa se unen en una sola carne. De este amor habla el Cantar de los
Cantares. En él arde y se inflama por el Verbo de Dios el alma bienaventurada,
y canta este cantar de bodas, movida por el Espíritu Santo, por quien la
Iglesia se enlaza y une con su esposo celeste, Cristo, ansiosa de juntarse con
El y así salvarse gracias a esta casta maternidad (1Tim 2,15). El Paráclito,
que procede del Padre (Jn 15,26), que conoce lo que hay en Dios (1Cor 2,11),
anda rondando en busca de almas a las que pueda revelar la grandeza de este
amor que viene de Dios (1Jn 4,7).
Bajo esta luz se
entiende la interpretación rabínica del Cantar: alegoría del amor de Dios a su
pueblo. Esta interpretación es recogida por los Padres, vista en su
culminación: el amor de Cristo a la Iglesia. En el Cantar se esconde el
designio de Dios y el destino del hombre. Un lazo de fuego une al hombre con
Dios. Dios, fuego ardiente, incendia el corazón del hombre, ilumina su mente y
marca el camino de sus pasos. "Amar a Dios con todo el corazón, con toda
la mente y con todas las fuerzas" es la vida del hombre.
Las
múltiples alusiones, que hay en el Cantar
a toda la Escritura, ha llevado
fácilmente a esta interpretación alegórica. El Dios vivo del Sinaí se
comprometió un día con su esposa para darle su vida y su amor, y este amor
sigue caminando, a través de los siglos, hasta el momento de la gracia final,
del amor definitivo en Cristo. El Cantar se encuentra entre el Génesis y el
Apocalipsis. La primera mujer del Génesis camina de generación en generación hasta
hacerse, por Jesucristo, la nueva Jerusalén, que baja del cielo "como
novia adornada para su esposo". Es el "gran misterio" (Ef 5,32)
del amor del hombre y la mujer, de Dios e Israel, de Cristo y la Iglesia.
El lugar
del encuentro, tálamo de las bodas de la asamblea de Israel con Dios, es el
Templo, que acompaña toda la historia de Israel: primero es el Tabernáculo
erigido en el desierto, luego el Templo de Salomón, el "segundo
Templo" de Esdras y Nehemías y, finalmente, el Santuario mesiánico, en el
que la liturgia será totalmente agradable a Dios con su "incienso de
aromas de suavísimo perfume". Sólo en él llegará a plenitud el amor y la
unión entre Dios y su esposa.
La
comunión nupcial del esposo y la esposa se consuma en la oración: la bendición
que desciende de Dios y la alabanza que sube del pueblo. La oración hace a la
esposa bella y amable a los ojos de Dios. La bendición de Dios hace de ella la
"perfecta paloma", de modo que, cuando abre su boca con cantos de
alabanza, destila dulzura como leche y miel. Dios anhela oír su voz. Y como
Dios anhela oír la voz de la esposa en la oración, así la esposa anhela
escuchar la Palabra de Dios. La Palabra es el don de Dios a su esposa. En la
escucha de la Palabra Israel logra la más dulce intimidad con su Señor:
"El Señor ha hablado con nosotros cara a cara, como quien besa a
alguien", dice el Midrás
El Cantar
es un Midrás alegórico que prolonga los textos nupciales de los profetas
para conducirlos hacia el cumplimiento de la alianza y de la plenitud del amor:
el día en que Dios será conocido por Israel y será verdaderamente amado, como
anuncia el profeta Oseas. En la interpretación rabínica, dada por el Targum
y el Midrás, el Cantar ofrece, versículo por versículo, la alegoría de
toda la historia del Israel, la pasada y la futura. Se dice en el Zohar:
"Este Cantar comprende toda la Torá, toda la obra de la creación, el
misterio de los Padres; comprende el exilio en Egipto y el cántico del mar;
comprende la esencia del decálogo y la alianza del monte Sinaí y el peregrinar
de Israel por el desierto, hasta la entrada en la tierra prometida y la
construcción del templo; comprende la coronación del santo nombre celeste en el
amor y la alegría; comprende la resurrección de los muertos, hasta el día que
es el sábado del Señor".
La
historia de Israel es interpretada como un diálogo de amor entre Dios y su
pueblo. El Cantar se convierte en epopeya y epitalamio. El esposo del Cantar es
rey y pastor, correspondiendo a la figura del pastor real que anuncia Ezequiel.
El Cantar evoca los momentos concretos de esa historia de amor y profetiza los
acontecimientos futuros en que ese mismo amor se va a manifestar. En el Midrás
y en el Targum, al precisar el momento histórico al que mejor se adecua cada
palabra del Cantar, la espera mesiánica adquiere un relieve singular. El deseo
de la restauración escatológica, llevada a cabo por el Mesías, se entiende
como una vuelta a la perfección de los orígenes. Por ello son tan frecuentes
las alusiones al Edén, con el canto a la belleza de los árboles (1,17), de las
flores (2,1), de sus frutos (2,5), de su "agua viva" (4,12;7,3), de
sus perfumes (4,13;7,9). El Cantar se impregna de los frutos, olores y cantos
del Edén, y también de la espera, el deseo, el sobresalto y la admiración de
Adán frente a Eva, de Dios frente a su imagen: "Y vio Dios que era muy
bueno cuanto había hecho" (Gén 1,31). El Cantar celebra la gloria y llora
los pecados de su pueblo, conjugando la nostalgia del Edén perdido con la
espera de la redención mesiánica. De este modo, la historia se transforma en el
canto de amor entre Dios y su pueblo.
La
historia pasada, los prodigios de Dios para con su pueblo primogénito, en el
Cantar, comentado por el Targum y el Midrás, se transforman en signo y profecía
de los días mesiánicos. Por eso, todo tiende a esa espera; de este modo, la
promesa del Mesías informa toda la historia de la salvación, desde Moisés al
último destierro; a Moisés ya le fue revelado el Mesías e Israel en el
destierro no hace sino escrutar el tiempo de la redención. Sólo entonces los
pobres serán consolados, alzarán la cabeza de su humillación y se vestirán de
púrpura (7,6). Entonces se cantará en Israel el último cántico y callará la
penúltima alabanza, el Cantar de los Cantares. El Mesías está, pues, presente en
todo el Cantar como protagonista del último acontecimiento de la historia de la
salvación. El es el Rey al que, desde siempre, en el plan de Dios, está
reservado el dominio sobre Israel y sobre el mundo; el reunificará a Israel
reconduciéndolo al templo y quien enseñará a su pueblo, de modo nuevo e
infinitamente más dulce y eficaz, las palabras de la Torá; El nutrirá a los
elegidos con la carne del Leviatán, con el vino primordial y con los frutos
deliciosos del paraíso; por medio de El le será dada a Israel, como puro don
suyo, la salvación.
Los
Padres, apoyados en esta tradición rabínica, han leído el Cantar en el mismo
sentido, comenzando por Orígenes: "El esposo es Cristo, la esposa es la
Iglesia sin mancha ni arruga". San Agustín dice a los catecúmenos:
"Ya conocéis al esposo: Jesucristo. Y conocéis a la esposa: es la Iglesia.
Honrad a la que se ha desposado como honráis a su esposo, y así seréis hijos
suyos". El Concilio Vaticano II nos presenta el misterio de la Iglesia a
través de las imágenes que aparecen en el Cantar: pueblo, viña, rebaño, cuerpo,
esposa. Lo mismo que el hombre y la mujer están unidos en una sola carne,
también lo están Cristo y la Iglesia, ya que "él se entregó por ella para
santificarla, purificándola con el baño del agua acompañado de la palabra;
porque quería presentársela a sí mismo resplandeciente, sin mancha ni arruga,
ni nada semejante, sino santa e inmaculada" (Ef 5,25-27). La confesión de
fe cristiana identifica con Cristo al amado, mientras que la amada se convierte
en figura de la Iglesia, comprendida en su totalidad o vista de un modo
singular, pues la Iglesia se realiza en cada bautizado. La interpretación
espiritual, dice Orígenes, aplica estas palabras a la relación de la Iglesia
con Cristo, bajo la denominación de esposa y de esposo, y a la unión del alma
con el Verbo de Dios.
Cristo
dejó la casa del Padre para unirse a su esposa, haciéndose con ella un solo
espíritu (1Cor 6,17). "Grande misterio es éste, lo digo respecto a Cristo
y la Iglesia" (Ef 5,32). La alusión a la unión de Adán y Eva (Gén
2,21-22), le lleva a Pablo a descubrir el misterio de la unión de Cristo, nuevo
Adán, y la Iglesia, su esposa. En efecto, como de Adán dormido fue formada la
mujer, así de Cristo dormido en la cruz fue formada la Iglesia e incorporada a
él. Como la mujer fue formada del costado de Adán, así también la Iglesia lo
fue del costado abierto de Cristo (Jn 19,34-35). Del costado de Cristo brotó
sangre y agua. Quien lo vio da testimonio de ello (Jn 19,35). Con el agua, que
brotaba de la roca de Cristo (1Cor 10,4), la Iglesia fue santificada,
purificada en el bautismo, para ser presentada al Esposo resplandeciente, sin
mancha ni arruga, sino santa e inmaculada (Ef 5,26-27). Con la sangre del
costado traspasado por la lanza fue redimida y unida a Cristo en alianza nueva
y eterna (Lc 22,20; 1Cor 11,23).
Cuando
Dios condujo la mujer a Adán, éste exclamó: "Esta sí que es hueso de mis
huesos y carne de mi carne. Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se
une a su mujer, y se hacen una sola carne" (Gén 2,22-23). Pablo dice de
Cristo y de la Iglesia lo mismo, pues somos miembros del cuerpo de Cristo:
carne de su carne y hueso de sus huesos. Cristo tomó nuestra carne humana y, al
mismo tiempo, se dio totalmente a la Iglesia, a la que dice: "Tomad y
comed, esto es mi cuerpo", "tomad y bebed, ésta es mi sangre"
(Mt 26,26-28). Unidos a Cristo, nos hacemos un solo espíritu con él (1Cor
6,17). Este es el amor, el beso de su boca, con el que la esposa, cual casta
virgen, ha sido desposada con un solo Esposo, Cristo (2Cor 11,1). En el
bautismo el rey de la gloria viste a su esposa con el habito nupcial (Mt
22,11-12), la túnica blanca con la que seguirá al Esposo al banquete de la
Jerusalén celestial (Ap 3,4; 21,2ss). Entre la inauguración y la consumación,
las nupcias de Cristo con la Iglesia se celebran en la vida sacramental. Dice
Teodoreto: "Al comer los miembros del Esposo y beber su sangre, realizamos
una unión nupcial".
Hay que
leer o mejor oír el Cantar dejando que broten las analogías que evoca. Nos
hallamos, más que ante unas palabras escritas, ante unas voces que cantan. La
palabra está modulada por la música del amor. En él resuenan todas las
modulaciones de la palabra oral en el encuentro de los amantes, que se
interpelan y se responden con todos los tonos de voz que el amor sabe inventar.
El cantar es cantar: "la música callada, la soledad sonora en el
silbo de los aires amorosos" (S. Juan de la Cruz). No habla simplemente
del amor. ¡Canta al amor! El amor inefable se desborda del corazón a los
labios, con sus llamadas, ecos, preguntas, réplicas, deseos y gozos. Cada
momento de presencia reanima las brasas del amor, para mantener vivo el corazón
en la ausencia, en vela para un nuevo encuentro.
El cantar
es un diálogo personal. Todo es expresión de un yo que se dirige a un tú,
o que evoca a ese tu en el interior durante la ausencia. El oyente del
Cantar está invitado a entrar con su yo personal en diálogo con el tú,
que le busca, le interpela, desea su presencia o, con su ausencia, suscita el
anhelo del encuentro. El oyente es la amada, la hermana, la novia, la esposa,
que celebra el amor y anhela la comunión plena con el Amado. Quien no se sienta
"enferma de amor" (2,5) no gustará el encanto del Cantar.
Para
penetrar en el misterio del Cantar, advierte Orígenes, es necesario tener
iluminados los ojos del corazón: "Aquellos que, en cuanto al hombre
interior, son aún de edad tierna e infantil y se nutren de la leche de Cristo y
no de comida sólida" (1Cor 3,2), y apenas han comenzado a "bramar por
la leche espiritual y sin engaño" (1Pe 2,2), no pueden comprender estas
palabras. Porque en las palabras del Cantar se contiene la comida de la que
dice el apóstol: "La comida sólida, por el contrario, es de
perfectos" (Hb 5,12); y esta comida exige que cuantos escuchan, "para
poder participar, tengan los sentidos ejercitados en discernir el bien del
mal" (Hb 5,14), "habiendo alcanzado el estado de hombre adulto, la
talla de la plenitud de Cristo" (Ef 4,13). Este hombre espiritual tiene su
propia comida, que es "el pan bajado del cielo" (Jn 6,33.41), y su
bebida, que es el agua ofrecida por Jesús: "El que beba del agua que yo le
daré nunca más tendrá sed" (Jn 4,14).
Como
amonesta Gregorio de Nisa, quien se encuentre aún sometido a las pasiones no
puede escuchar la palabra del Cantar. Para poder penetrar en los escondidos
misterios que se revelan en este libro necesita salir de sí mismo, dar muerte
al hombre de pecado. Para acercarse a la montaña santa, donde resuena la voz
del Amado, es necesario lavar antes los vestidos del corazón (Ex 19,10ss). Sólo
así será posible escuchar, sin morir, el sonido de la trompeta, que resuena con
fuerza (Ex 19,13.16), pues es la voz de Dios, que humea como fuego devorador
(Ex 19,18). La voz santa, que nos llega desde el santo de los santos,
sólo puede escucharla quien ya ha sido caldeado por el fuego que el Señor ha
venido a traer a la tierra (Lc 12,49). "Vosotros, los que siguiendo el
consejo de Pablo, os habéis despojado, como de un vestido miserable, del hombre
viejo con sus obras y ambiciones, y que os habéis vestido por la pureza de
vuestra vida con los vestidos espléndidos que el Señor mostró el día de su transfiguración
en el monte, o mejor dicho, que os habéis revestido de nuestro Señor
Jesucristo, con su santa túnica, y os habéis transfigurado con él para veros
libres de pasión, oíd los misterios del Cantar de los cantares. Entrad en la
incorruptible cámara nupcial, vestidos de la túnica blanca de pensamientos
puros y sin mancha".
Lo mismo
dice San Gregorio Magno, uniendo el Evangelio de las bodas y el Cantar:
"Hemos de venir a estas santas bodas del Esposo y la Esposa con el traje
nupcial, pues si no nos hemos vestido con el traje nupcial seremos expulsados
de este banquete nupcial a las tinieblas exteriores, es decir, a la ceguera de
la ignorancia". Cuantos, siguiendo el consejo de Pablo, se han despojado
del hombre viejo (Col 3,9) y se han revestido de las cándidas vestiduras del
Señor, con las que él se mostró durante la transfiguración (Mt 17,2), mejor
aún, se han revestido del mismo Señor Jesucristo (Rom 13,14;Ap 6,11) y se han
transfigurado con él (Flp 3,10.21), ellos pueden escuchar los misterios del Cantar
de los Cantares. Sólo se entra en el interior de la inmaculada estancia nupcial
revestidos de vestiduras blancas (Mt 22,10-13). Vestido de esposa, el bautizado
puede unirse con Cristo en el amor. No se entra en la cámara nupcial con el
espíritu de temor (1Jn 4,18), ni movido por interés, en busca de dones, sino
buscando al que es la fuente de todos los dones. Entra quien ama al esposo con
todo el corazón, con toda la mente y con todas sus fuerzas (Dt 6,5).
Este
comentario lo hago guiado, en primer lugar, por el olfato de los rabinos de
Israel, siguiendo sobre todo el Targum y el Midrás. Y, en segundo
lugar, sigo el rastro de los Padres de la Iglesia: Orígenes, Gregorio de Nisa,
Filón de Carpasia y San Bernardo... Merece la pena seguir este múltiple rastreo
para acercarnos a la intimidad del amor de Dios a los hombres, al misterio del
amor de Cristo a la Iglesia.
Orígenes
confiesa que, a veces, es difícil descubrir todos los significados de las
palabras de la Escritura: "Me parece encontrarme en situación parecida a
la de quien sale a rastrear la caza, valiéndose del olfato de un buen galgo.
Ocurre alguna vez que, mientras el cazador, atento sólo a las huellas, cree
estar ya cerca de las ocultas madrigueras,
de repente el perro pierde el rastro y tiene que volver sobre sus pasos
por las sendas ya recorridas, aguzando aún más el olfato, hasta que halla el
punto en que la caza tomó, sin que la vieran, otro sendero; y cuando el cazador
da con éste, lo sigue más animado por la esperanza cierta de la presa. También
nosotros, cuando perdemos el rastro de la explicación, volvemos un poco sobre
nuestros pasos, con la esperanza de que el Señor ponga en nuestras manos la caza y que
nosotros, preparándola y sazonándola según la ciencia de la madre Raquel, con
la salsa de la palabra, merezcamos obtener las bendiciones del padre Jacob (Gén
49,1ss). Esto supone repetir a veces lo mismo para dar con el significado más
adecuado".
Con
el Midrás es posible dar interpretaciones diversas de un texto, leído en el
contexto de otros, que se arrastran mutuamente, como cerezas sacadas de una
cesta, formando una cadena interminable. La Escritura es una, toda ella
englobada en el único plan de Dios. De aquí que los hechos se hagan eco entre
sí; se preparan y se desvelan mutuamente. La luz de la fe da vueltas a la
palabra en el corazón, escrutando cada palabra dentro de la cadena de palabras
que la preceden o la siguen. Así la Escritura se ilumina con la misma
Escritura. "El Nuevo Testamento está latente en el Antiguo y el Antiguo se
hace patente en el Nuevo" (DV 16). El Antiguo Testamento está, como Moisés
(Ex 34,34), cubierto por un velo, que sólo desaparece en Cristo. Cuando alguien
se convierte al Señor, se arranca el velo, porque el Señor es el Espíritu, y
donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad" (2Cor 3,14-17).
Por eso se dice que "la letra mata, pero el espíritu vivifica" (2Cor
3,6).
Fray Luis
de León reconoce que muchas veces la lengua no alcanza al corazón cuando trata
de expresar el entrañable amor de Cristo a su Iglesia: "Bajo los amorosos
requiebros explica el Espíritu Santo la encarnación de Cristo y el entrañable
amor que tuvo siempre a su Iglesia". Este amor es el corazón del Cantar de
los cantares. Amor escondido bajo la corteza de la letra. Quien no ha gustado
este amor de Dios no rompe la corteza, quedándose como quien contempla un baile
sin escuchar la música que mueve los pies.
Gregorio
de Nisa, sin embargo, nos anima: "Quienes emprenden un viaje más allá del
mar, movidos por la esperanza de una ganancia, cuando se hallan en alta mar,
elevan una oración a Dios, pidiéndole que un viento suave y favorable hinche
las velas y envista, según el deseo del timonel, por la popa. Pues, si el
viento sopla según sus deseos, es agradable el mar, que espléndidamente se
encrespa con sus plácidas olas, mientras la nave se desliza con facilidad sobre
las aguas. Ante los ojos de todos fulguran las riquezas que esperan alcanzar,
pues la bonanza del mar es buen presagio de ello. Así a nosotros nos esperan
grandes riquezas, mediante esta navegación en la barca de la Iglesia. Para
ello, también nosotros elevamos a Dios nuestra plegaria, pidiéndole el viento
suave y favorable del Espíritu Santo, para deslizarnos por las olas del texto y
llegar al conocimiento del amor de Dios hacia nosotros, manifestado en la unión
de Cristo con su Iglesia".
Orígenes
nos exhorta con las palabras que dirigía a sus oyentes: "Escucha el Cantar
de los cantares y apresúrate a repetir con la Esposa lo que dice la Esposa,
para poder oír lo que ella misma oyó". Sólo el hombre
"espiritual", es decir, el hombre dócil al Espíritu de Dios, puede
oír el Cantar como revelación del amor más alto, pues el Espíritu le abre el
acceso al misterio del corazón de Dios. Como dice San Bernardo: "El amor
habla aquí por doquier. Y si alguno quiere adquirir alguna inteligencia de él,
ha de amar. El que no ama, en vano escuchará o leerá este Cantar de amor, pues
sus palabras inflamadas no pueden ser comprendidas por un alma fría".
Quienes lo viven reconocen "lo que pasa entre Dios y el alma", dice
Santa Teresa a sus hermanas, comentándolas el Cantar.
No se
trata, pues, de explicar intelectualmente el Cantar, sino de hablarlo en nombre
propio. La vocación cristiana consiste en ser esa amada en la que se realiza el
plan inicial de Dios. Cristo ha venido a salvar a la Iglesia con su amor,
haciéndola capaz de amar también ella con amor pleno.