DIA
DE LA INDEPENDENCIA DE ISRAEL: REFLEXIONES
Acabamos de celebrar nuestro Día de la
Independencia y para mí es una gran alegría y privilegio felicitar a mis
lectores de Israel en el 69º Aniversario. La mayoría de mis lectores, de hace
unos años e incluso décadas, han estado fielmente intercediendo por el País y
la gente –han estado unidos por Israel y el Dios de Israel–. Por eso, también
es su alegría, también es su celebración.
Muchos de ustedes probablemente saben que
nuestro Día de Independencia comienza inmediatamente después de Yom
HaZikaron, el Día del Recuerdo por nuestros soldados caídos y víctimas
del terror, es un día de duelo nacional –y considerando el gran número de
familias huérfanas, un recuento casi imposible de comprender para un país tan
minúsculo como el nuestro–, uno no puede imaginar cuan doloroso es este día.
Por eso, una de las más peculiares experiencias que se puede tener en Israel
es esta increíble y discordante transición desde lo más difícil, del día más
trágico, al día más alegre y festivo día del año. Desde las sepulturas de
nuestros seres queridos a los fuegos artificiales de la celebración nacional.
Es muy duro, tal como son estos dos días seguidos uno del otro, pero si les
recuerdo que los días en Israel comienzan con la puesta del sol, esta
transición viene a ser casi surrealista. “Y hubo atardecer y hubo amanecer”
– Yom HaZikaron, Día del Recuerdo, el día más dificultoso del Año en
Israel: memorias, ceremonias, sirenas, lágrimas; y entonces, otra vez: Y
hubo atardecer y hubo amanecer –y con lágrimas todavía fluyendo de nuestros
ojos, el país se sumerge en las festividades del Día de la Independencia–.
Originalmente había planeado presentar en este
post alguna información sobre el Estado de Israel, pero entonces me he dado
cuenta que ustedes probablemente conocen sobre ello tanto como yo, y si no,
hay muchísima información online. Por lo tanto, he decidido compartir con
ustedes mis propias reflexiones sobre este tiempo especial del año, sobre
esta inmersión revoltosa desde Yom HaZikaron hasta Yom HaAtzmaut –del Día del
Recuerdo al Día de la Independencia–, desde el mayor dolor, pesar y duelo, al
máximo gozo y felicidad.
¿Recuerdan dónde tenemos una situación muy
similar en la Biblia? ¿Donde se pasó del mayor dolor, pesar y duelo al máximo
gozo y felicidad? ¿Recuerdan la historia donde Jesús lloró justo unos
momentos antes de Su mayor intervención milagrosa y del sorprendente e
increíble “final feliz” de esta historia? En el Evangelio de Juan, delante
del sepulcro de Lázaro, Jesús lloró por el sufrimiento y muerte de una persona
a quien, en breves momentos, Él resucitaría de los muertos. Para hacer este
paralelismo más válido, me gustaría preguntarles: ¿Cuántas veces lloró Jesús
en los Evangelios? En todo el Nuevo Testamento Jesús solo lloró dos veces:
una sobre Jerusalén y otra delante de la tumba de Lázaro. Igual que en las
revistas para niños donde ponen dos imágenes una al lado de la otra para
encontrar las diferencias, estas dos escenas de Sus lágrimas –lágrimas sobre
Jerusalén y lágrimas sobre Lázaro– están hoy colocadas delante de nosotros.
Tomemos un momento para meditar sobre estas dos escenas.
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Cuando Lázaro enfermó, María y Marta
informaron a Jesús sobre su enfermedad con las siguientes palabras: ‘Señor,
he aquí el que amas está enfermo’.[1] ¿A quién amas? ¿No ama Jesús a todos? ¿Por qué las
hermanas de Lázaro le pusieron por delante de todos los demás, enfatizando el
cariño especial del Señor por él? Sin embargo, parece ser que, no solo para
las hermanas de Lázaro, sino para el Señor mismo, la frase ‘el que amas’
era una descripción perfectamente simple, y si embargo, exhaustiva, lo más
significativo y específico que denotaría a Lázaro incluso más directamente,
que tan solo mencionar su nombre.
Para mí, estas palabras no tienen precio: La
especial relación de Dios hacia Israel brilla a través de ellas. De tal
manera amó Dios al mundo,[2] nos ama a cada uno de nosotros, sin tener en cuenta
nacionalidad o país de residencia, y a pesar de todo, las tiernas y
exquisitas palabras de Jeremías: ‘Con amor eterno te he amado,’[3] originalmente fueron dirigidas a Israel
y permanecen como una declaración de amor de Dios para Su pueblo.
No solo Lázaro era especial para Jesús, su
enfermedad también era especial – desde un principio era definida
como para la gloria de Dios–. Todos conocemos la historia: todos sabemos
que cuando Jesús supo de su enfermedad, en lugar de darse prisa para
sanarle, “se quedó dos días más en el lugar donde estaba”.[4] Cuando finalmente Jesús llegó, hacía ya cuatro
días que Lázaro estaba en el sepulcro.[5] María y Marta, no hicieron nada para ocultar su
decepción, ambas dijeron exactamente lo mismo: ‘Señor, si hubieses estado
aquí, mi hermano no habría muerto’.[6] El inmenso dolor que esos horribles días causaron
es comprensible en la amargura de estas pocas palabras, intentando como
pudieron no reprochar y a la vez reprochando. ¿Por qué? ¿Por qué no estás
aquí Señor? ¿Por qué no viniste? ¿Por qué nos abandonaste en este pesar? ¿No
le amabas? Y entonces, ante sus ojos algo inesperado y muy significativo
sucede: Jesús lloró.[7]
¿Por qué lloró? ¿Acaso no sabía que en pocos
momentos resucitaría a Lázaro de los muertos y que Lázaro, con vida, saldría
de la tumba? Desde luego, Él lo sabía –entonces, ¿por qué lloró?–
Todos sabemos que no hay accidentes en la
Palabra de Dios. Mediante las lágrimas de Jesús, repetidas dos veces, la
elección y el destino de Israel están reflejados en la elección y el destino
de Lázaro. Aunque Jesús sabe que en unos instantes Lázaro sería resucitado,
Él llora ante la tumba por el dolor que Su amigo tuvo que pasar en el camino para
su resurrección. Y Él llora por esa aparente e insuperable contradicción de
las dos realidades: la interna y la externa, la invisible y la visible, la de
Dios y la del hombre. En la realidad espiritual e invisible de Dios, Lázaro
es escogido y amado, pero en la realidad visible, física y humana, es
abandonado por el Señor, y no solo eso, él está muerto.
Jesús llora sobre Jerusalén con las mismas
lágrimas de amor y compasión con que Él lloró por Lázaro. Él llora por la
misma contradicción de las dos realidades: en la realidad espiritual e
invisible de Dios, Israel permanece escogida y amada, pero en la realidad
visible, física y humana, parecerá abandonada y rechazada por el Señor. Él
lamenta el inmenso sufrimiento que Su amado pueblo debe soportar en el camino
de su resurrección; Él llora por el sufrimiento de Su pueblo, por el tormento
de esperar al Señor y la imposibilidad para comprender por qué Él se mantiene
en silencio durante la persecución y la Inquisición, el Holocausto y la
Intifada. Él llora con nosotros cada Día del Recuerdo. Nuestra pena es Su
pena. Nuestras lágrimas son Sus lágrimas. [8]
Pero también, nuestro gozo es Su gozo. El 14
de Mayo de 1948, cuando nació el Estado de Israel, se reflejó la historia de
Lázaro: La realidad de Dios vino a ser visible. Los muros que durante dos
milenios no habían estado en los mapas del hombre, siempre habían estado en
las manos del Señor:
He aquí que en las palmas de las manos te
tengo esculpida; delante de mí están siempre tus muros.[9]
Los muros de Jerusalén encontraron su lugar en
los mapas otra vez. Esta es la causa del por qué con nuestros ojos húmedos
con lágrimas, encendemos las antorchas en el Día de nuestra Independencia,
honorando a nuestros increíbles doctores y maestros, ingenieros y
rabinos. Nada menos que los milagros que pueden explicar los logros de
nuestro pequeño país –y cada año–, cuando escucho estos sorprendentes
informes, recuerdo las palabras de Ben-Gurion: En Israel, para ser
realista hay que creer en los milagros.
[8] El profundo paralelismo entre Jesús llorando
sobre Lázaro y Jesús llorando sobre Jerusalén son explorados en mi
libro If you are the Son of God… da clic aquí para pedirlo.
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Thursday, May 11, 2017
Dia de la Independencia de Israel: Reflexiones - Julia Blum
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